REGINA PACIS: ESCUELA DE ARTES VISUALES - 1er Año - Material de Trabajo
Material de trabajo realizado sobre la base de: CIRLOT, Victoria. «La estética de lo monstruoso en la Edad Media». Revista de literatura medieval, 1990, n. 2, p. [175-182]. Publicaciones Universidad de Alcalá de Henares, 1990
LA ESTÉTICA DE LO MONSTRUOSO EN LA EDAD MEDIA
En un edificio románico, la mirada recibe impresiones contrastantes. Quieta ante los elementos arquitectónicos que configuran una imagen de precisión geométrica, se agita al recorrer los complejos entramados lineales de algunas figuras esculpidas. Algunos capiteles ostentan mujeres con los pechos desnudos y la mitad inferior del cuerpo resuelto en dos colas; otros, animales frenéticamente retorcidos con grandes bocas devoradoras.
Frente a la austeridad de la piedra de arcos y columnas, el capitel encierra un mundo desbordante de formas.
Son monstruos jamás vistos por el ojo humano. ¿De dónde han surgido? ¿Son el producto del sueño de la razón o de esa actividad que llamamos fantasía? ¿Por qué los monstruos en el claustro?
Los monstruos continuaron floreciendo en los espacios sagrados, primero en las miniaturas anglosajonas e irlandesas, después en los claustros románicos, luego en las catedrales góticas. El monstruo es objeto de representación en el arte medieval y sus cualidades inherentes llegaron a configurar una estética fundamentada en la deformidad, en las mezclas extrañas, en el exceso y la exuberancia. Una estética que es preferible llamar monstruosa, más que fantástica, porque no deriva ni del delirio fantástico ni de la subjetividad soñadora. Su origen y también su justificación están en el monstruo mismo.
Hacia el año 700 se escribe el primer tratado medieval sobre los monstruos. No es casual ni la fecha ni el lugar en que aparece. A finales del siglo XII la cultura medieval adquiere su identidad en la confluencia de tradiciones, clásica y cristiana, adoptadas en territorios en los que sobrevivían remotas civilizaciones nativas. Los centros de la nueva cultura se extienden en un ámbito bien delimitado: Irlanda y la isla de Bretaña, esto es, la zona de peregrinación donde tuvo lugar la primera cristianización efectiva del Occidente europeo a través de la fundación de monasterios. El Libro de los monstruos (Liber monstrorum) se atribuye a Aldhelmus de Malmesbury, uno de esos autores cuyo latín manifiesta la fascinación por las maravillas del lenguaje y las palabras. En el interior de una cultura cuya plástica se resuelve en lacerías infinitas y cuyo estilo literario se decanta por la ambigüedad enigmática, surge ese primer tratado para referirse de un modo específico a los monstruos: esos que se conocían por los escritores antiguos. ¿Cuál es la concepción del mundo que transmitía el Liber? La respuesta debe buscarse en la estructura misma de la obra. Ciertamente, el autor se guía por una intención que destaca por encima de cualquier otra y ésa es la clasificación. Lo monstruosis, horribilibus es una especie, una raza, un grupo de seres, que a su vez se subdivide en tres partes: humanos, bestias y reptiles. Lo monstruoso se apresa en el interior del libro según un orden creado por su autor. El objetivo es clasificar y es ese esfuerzo por localizar y ordenar el que en primer lugar debe requerir nuestra atención. De qué modo por intermedio de estos agrupamientos de cosas y de seres, se introduce un comienzo de orden en el universo. El tratado comienza, en efecto, a «introducir un comienzo de orden en el universo», aunque este orden no aspire a una imagen completa sino parcial, sólo la de los monstruos. En cualquier caso, si el monstruo es sometido a la clasificación y se le ofrece su espacio en los folios del Liber, también se concibe que posee un lugar en el universo: De occulto orbis terrarum, en los lugares más recónditos de la tierra, en las regiones inalcanzables: por los desiertos y las islas del Océano, en el interior de los montes lejanísimos. La
ubicación del monstruo en los lugares recónditos del universo, lo convierten en un ser jamás visto. Parece que en su esencia «el monstruo gusta de ocultarse». En el Liber van desfilando los monstruos uno tras otro; llamados cada uno por su nombre, parecen seres invocados y hechos reales ciertamente en las letras del libro, ocupando su espacio en el folio del manuscrito. En este sentido, el Liber está muy lejos de ser un entretenimiento frívolo para oídos curiosos de fantasías. Los monstruos son signos introducidos en un sistema de clasificación cuyos significados de relación y oposición permanecen aún oscuros para nosotros. Pero a pesar de su oscuridad, el Liber encarna la idea medieval del monstruo y ésa es la de un ser dentro del orden. Aunque su hibridez pueda repugnar y generar una sensación caótica, es un ser de la naturaleza y se encuentra dentro de ella. Todo está encerrado dentro del orden.
La noción del «estar dentro» se manifiesta en innumerables representaciones monstruosas que al internar al monstruo buscan insistir en su ser dominado y controlado por los marcos. En la tradición de manuscritos irlandeses (Libro de Durrow) y anglosajones (los producidos en Lindisfarne) se fija una concepción geométrico-zoomórfica de la ornamentación del folio. Las iniciales se configuran a partir de lacerías en cuyo interior se encierra al ser monstruoso, como el minotauro del mito clásico recordado en el Liber y plasmado en una miniatura del siglo XII. El monstruo se coloca entre las lacerías, los círculos laberínticos o también en la propia forma abstracta de la inicial. Del encuentro entre el signo abstracto (la letra) y la forma en continua metamorfosis (el animal con las fauces abiertas de las que salen motivos florales) se produce el monstruo. El mismo principio constructivo de la inicial se traslada al elemento arquitectónico como muestra la extraordinaria columna de Souillac (primer tercio del siglo XII). Las deformidades naturales no están libres en un caos, sino totalmente sometidas. Con todo, el ojo no puede detenerse sólo en los monstruos. La mirada debe abarcar el conjunto, el espacio completo. Debe percibir el monstruo en el orden del folio, del claustro.
De otro modo sería injusto, pues como dice San Agustín: «... este modo de apreciar las cosas se semeja al del que, restringiendo el campo visual y abarcando con sus ojos sólo un azulejo de un pavimento del mosaico, censurara al artífice, como ignorante de la simetría y proporción de tales obras; creería que no hay orden en la combinación de las teselas, por no considerar ni examinar el conjunto de todos los adornos que concurren a la formación de una faz hermosa». El monstruo forma parte de la naturaleza, luego hay que representarlo, pero en el lugar que le corresponde.
El Liber monstrorum no fue olvidado a lo largo de los siglos. A mediados del XIII un dominico flamenco, Thomas de Cantimpré, al parecer lo utilizó para tratar a los monstruos en su obra de carácter enciclopedista La naturaleza de la realidad [De natura rerum]. En los diecinueve libros de los que consta este tratado, Thomas advirtió la necesidad de introducir a los monstruos en dos ocasiones. Al ocuparse del hombre en los libros I y II, reservó un tercero para referirse a los hombres monstruosos.
Entre los libros dedicados a los animales (IV-IX) reservó el sexto a los monstra marina. En las palabras de Thomas se comprueba una profunda convicción a la hora de determinar las causas a las que obedecen la inclusión de los monstruos: «¿Qué puede verse bajo el cielo más maravilloso y admirable que los cetáceos y monstruos, comparables sin duda al tamaño de un monte o de una vasta llanura?». Son dignos de ser tratados porque provocan la admiración dado su carácter prodigioso.
Pero su prodigio no se entiende como algo gratuito, sino como premonición de una verdad superior a la que es difícil acceder. Ellos, los monstruos, «anuncian maravillosamente la existencia de Dios por su diversidad y por su tamaño». Frente a lo que pudiera parecer el carácter extraño del monstruo no procede de mezclas aberrantes, sino que «originalmente Dios los creó a todos ellos entre las primeras criaturas». Todos los seres de la naturaleza son nobles, «puesto que no han sido
creados sin sentido ni por azar, sino para complementar y por tanto, desempeñar alguna función digna de consideración. »
Lugar y orden: todo ser pertenece al orden de la naturaleza y tiene en ella su lugar. Pero en el tratado del de Cantimpré se observa una exigencia de captar de un modo distinto al Liber ese lugar y ese orden.
«No obstante uno no debe lanzarse a considerarlos precipitadamente como ficticios (ficticium)..., pues la parte oriental del mundo y sus criaturas se encuentra de modo distinto (aiiter) a la occidental...». La alteridad de Oriente respecto a Occidente justifica también la otredad de sus criaturas. El lugar del monstruo es Oriente y su esencia, la diversidad. Eso que nosotros llamaríamos «lo extraño», en el mundo medieval es el monstruo. Diverso, desigual, situado en la zona desconocida que es Oriente.
En un mapa realizado en Hereford hacia el año 1300, por los mismos años en que el De natura rerum gozaba de una extraordinaria difusión, la tierra aparece representada en un círculo. Sigue el esquema de los mapas «en forma de T»: todo el hemisferio superior ocupado por Asia y el hemisferio inferior dividido entre Europa (a la izquierda) y África (a la derecha). En el centro, la Jerusalén celestial. En el límite de Asia y África corre el Océano y junto a la franja de mar se han ido situando las razas monstruosas. El espacio otorgado al monstruo se ha convertido en una realidad geográfica proyectada en el mapa. Los seres monstruosos ocupan las zonas límites, las fronteras del mundo natural. A la exigencia de representar la idea del monstruo como ser integrado en el orden, parece suceder la de determinar con mayor precisión el lugar del monstruo en la naturaleza.
Existe una relación entre colocar a los monstruos en los límites de la tierra y la irrupción de monstruos en los marginalia de los manuscritos. En el folio ilustrado se observan dos zonas contrastantes: una figurativa, que plasma una historia, aquella realizada por el historieur, otra que se ocupa de las letras, de configurar el marco del folio, de enmarcar texto e historia, ornamental, ejecutada por el iluminador. Es en el ámbito ornamental y marginal donde se sitúan los monstruos. El ornamento floral rompe la línea recta para hacerla sinuosa. Desde el retorcimiento de la línea de pronto se genera el ser monstruoso, como si se tratara de su resultado natural. En los confines del folio emerge ese ser mitad reptil, mitad mujer alada tocando la flauta. El monstruo aparece como un exceso, una abundancia desmedida. La situación marginal del monstruo no se comprueba sólo en la ordenación plástica de los manuscritos miniados. La experiencia pronto se trasladó a las vidrieras, a las pinturas al fresco, incluso a la propia arquitectura. Los conductos de agua de las catedrales góticas se revisten de formas monstruosas. Las gárgolas son una extremidad, un desbordamiento insospechado del muro, como el monstruo marginal lo es del texto escrito.
El naturalismo gótico trasladó al monstruo desde el interior hasta los márgenes. El deslizamiento espacial del monstruo parece responder a una diferente manera de concebir la imagen del mundo.
Pero tanto en el arte altomedieval como en el románico y el gótico la estética monstruosa procede de la figura del monstruo, ese ser absolutamente necesario para la armonía del universo. En el mundo medieval el monstruo nunca está solo. Las formas desmesuradas se equilibran con la austeridad de los muros, con la abstracción numérica manifestada en los elementos arquitectónicos. A lo largo de los siglos posiblemente sólo cambió el modo de colocar al monstruo en el universo, pero persistió la idea del «ser en el orden».
Un pensador indígena decía: «Cada cosa debe estar en su lugar» y Lévi-Strauss comentaba: «Inclusive podríamos decir que es esto lo que la hace sagrada, puesto que al suprimirla, aunque sea en el pensamiento, el orden entero del universo quedaría destruido»
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