jueves, 15 de diciembre de 2016

Apuntes sobre algunas nociones de Mijaíl Bajtín (1895-1975

ESCUELA DE ARTES VISUALES REGINA PACIS–HISTORIA SOCIAL GENERAL–1º año Profesorado-Mercedes Niklison-Material de Trabajo

El sujeto como diálogo intersubjetivo

Apuntes sobre algunas nociones de Mijaíl Bajtín (1895-1975)

La elaboración que hace Bajtín de la subjetividad humana se aparta, por un lado, de la noción moderna de sujeto individual autosuficiente y autofundado, capaz de decidir su destino a voluntad; por otro lado también se aleja de la noción relativista posmoderna de un sujeto diluido en su contexto, determinado por el mundo y en consecuencia sin responsabilidad. Además su énfasis en el acto ético situado históricamente, se enfrenta al teoricismo abstracto y formalista de las filosofías neokantianas.
Frente a las posturas relativistas Bajtín recuerda que el ser humano es un ser sin coartada: la acción humana es una respuesta al otro cargada de responsabilidad. La acción humana no queda limitada a la capacidad individual, para él siempre la actualidad de un sujeto es la respuesta responsable a la interpelación del otro, la afirmación del mundo es siempre co-participación en la construcción del acontecimiento.
El punto central del pensamiento bajtiniano es que relación del sujeto con el mundo real y cotidiano (mundo no teorizado sino “vivenciado”) se fundamenta en una relación triple: yo-para-mí, otro-para-mí, yo-para-otro. Mundo y sujeto son inescindibles: el mundo real sólo puede acceder a la conciencia desde la posición concreta que el sujeto ocupa en él. El lenguaje, las motivaciones y las construcciones ideológicas son emergentes dialógicas y sociales, tienen su fuente en el encuentro de alteridades. Ser significa comunicarse y el sujeto se afirma en la intersubjetividad. Intersubjetividad que presupone un horizonte de mundo compartido: el mundo-es-nosotros. Lo social es anterior y fundante de lo individual: el sujeto es primero un colectivo que, encontrando su tono propio, se va personaliza, no un individuo autónomo que se socializa.

Las grandes líneas de pensamiento de nuestra época coinciden en asumir que el signo, la red de sentidos (la cultura), está en el centro de los acontecimientos -algo que ya había planteado lúcidamente Bajtín-, sin embargo el posmodernismo promueve un tipo de análisis en que el nexo social queda disuelto en un juego de referencias y citas ilimitadas. La crítica posmoderna a los "valores", la eliminación de una instancia subjetiva unificante –instancia personal, en Bajtín- , tienen como consecuencia un universo inacabado, un sujeto arrojado al bullicio de códigos, programas, imágenes sin un anclaje. Los sentidos son barridos en la lógica del librecambio entre equivalentes y el cálculo de la conveniencia que potencia la indiferencia y el no-compromiso. El encuentro de los sujetos con la Historia se ha transformado en algo mínimo, efímero y horizontalista, sin referencia a los poderes efectivamente existentes.
Muy lejanas al proyecto bajtiniano son estas lecturas posmodernas de sus postulados. Frente al debilitamiento de la cuestión de la ética como problema, Bajtin defiende una responsabilidad fundante de las relaciones intersubjetivas. Contra la deshistorización de la existencia humana, Bajtin recupera el acontecimiento con toda su carga conflictiva. Y la punta de lanza de la reflexión bajtianiana es sin duda el problema de la subjetividad, que no lo abandona en toda su vida desde el artículo de 1919, “Arte y responsabilidad”, hasta los últimos manuscritos de los setenta, en los que elabora una teoría crítica del sujeto, de la sociedad y de los límites de la (auto)conociencia.
En tiempos de supresión del sujeto como núcleo de responsabilidad, el pensador ruso rehabilita una subjetividad no esencialista sino primordialmente situada e histórica. Un ser humano ligado a su tiempo pero con un potencial de libertad creadora.

Para Bajtín la conciencia es una estructura relacional, moldeada desde el exterior, desde la posición del sujeto en el contexto social: donde no hay lenguaje no hay sujeto.
Aquí aparece como elemento central de la teoría sígnica bajtiniana, la idea de que el sentido surge en un terreno interindividual, en un espacio socialmente organizado. La conciencia/subjetividad es un hecho social: participa de las valoraciones de su grupo, ocupa un lugar concreto en la estructura social. El sujeto está situado y es relativo y relacional. El otro está en el yo, la personalidad de cada individuo es una refracción de complejas interrelaciones sociales. La realidad verdadera de los sujetos en Bajtin es concebible en la conciencia ajena, allí es donde debe buscarse el sujeto pleno. Los conceptos de otredad y alteridad, son fundamentales. Frente al “Yo soy” de la filosofía moderna, él propone “yo también soy” que implica necesariamente “tu eres” como premisa primera. El sujeto de “yo también soy”, no es individualista ni subjetivista, pero tampoco impersonal: es dialógico y no coincide consigo mismo: la voz del otro, la palabra ajena excede al yo, a la conciencia individual. La primera certeza real de la conciencia y la autoconciencia, el “yo también soy”, implica que el yo no sea el inicio ni la fuente de sí mismo. El sujeto no se instituye a sí mismo sino que se recupera en la experiencia de ser creado.

Los lugares que yo y el otro ocupan en el espacio no son simétricos ni iguales. No son intercambiables sin que se distorsione radicalmente el balance de la relación. Las respectivas ópticas del yo y del otro son únicas y autónomas. La interacción entre dos sujetos tan distintos por su posición en el mundo no puede llevarse a cabo en el territorio interno de ninguno de los dos, sino, en un “entre” que los vincula a modo de un puente. Ese puente es el lenguaje, el signo, el arte, la cultura.
Esta propuesta no significa una posición relativista ni una en la cual una conciencia individual podría actuar a su antojo, al margen de las tramas de poder. Si bien la presencia del medio ideológico hegemónico sobredetermina el accionar de los sujetos y moldea la subjetividad, sin embargo Bajtín critica las tendencias deterministas objetando que una perspectiva rígida en las relaciones sociales termina negando la posibilidad de acción creadora. Para él el sujeto está sometido al medio ideológico pero cuenta con las posibilidades de acentuar el tono de sus acciones en un acto responsivo, que abre la posibilidad de trastocar el orden hegemónico dominante. Lo que puedo hacer desde mi lugar único en el mundo nadie más puede hacerlo, pero nada puedo realizar sin la participación y/o la presencia del otro: he aquí la paradoja de la ética dialógica. La presencia del otro confiere un sentido y aporta valores a la existencia del yo.

Uno de los nudos para la interpretación bajtiana de la subjetividad es el la noción de acto ético, no se puede comprender la actividad humana si no se considera la dimensión ética en cada acto. Cada acto es una respuesta al otro, por eso cada acto es responsivo y por ello responsable.
En este punto digamos que el personalismo que exhibe el pensamiento bajtiniano no debe ser confundido con individualismo debido a que si bien el acto tiene una inocultable arista personalizada -acción responsable- en ningún momento Bajtín desconoce a la palabra del otro en la generación del sujeto. Debemos interpretar persona no sólo como identidad sino como alteridad. La persona "irrepetible, insustituible, impenetrable" se constituye como tal una vez que se reconoce como un centro responsable ante los demás. Por supuesto que Bajtín es consciente que se puede vivir en la pasividad y no asumir la responsabilidad del “tu”. Sin embargo esta no es una opción permanente
porque es fundamental para afirmar el "yo soy yo" la mirada del otro, el conflicto dialógico, y en ese instante cada sujeto es co-protagonista de la existencia, asume forzadamente por el hecho de participar en una cultura, un compromiso ante un nosotros.

En Bajtín todas las acciones -emocionales y volitivas, cognoscitivas- del yo-para-mí, del otro-para-mí y yo-para-otro, los valores existenciales y la cultura (valores científicos, estéticos, políticos y religiosos), se asientan en torno a una aquitectónica del mundo real basada en el acto ético. El mundo real sólo puede acceder a la conciencia por una responsabilidad concreta. Y para Bajtin en gran medida esa tarea le compete a los artistas a través de la producción significante que introduce una transformación en la arquitectónica del mundo real y procura nuevas formas de subjetivación tanto en los receptores como en artista mismo. Porque en el pensamiento bajtiniano el momento estético es pregnante del acto, debido a su poder constructor de nuevas realidades, pero también como una instancia donde la palabra comprometida del sujeto puede emerger.
El método bajtiniano que se ajusta a una filosofía de la comprensión responsiva de la realidad, coloca al yo en relación al otro en un compromiso concreto con el pasado, presente y futuro. No hay un imperativo categórico, ni un omnipresente tribunal de la conciencia, ni el mandato del inconsciente, existe el hecho práctico que hace posible la comunicación de dos conciencias en la dialogicidad. Pero no se produce una fusión de horizontes entre dos conciencias como en la teoría de la comunicación moderna. En cambio emerge una afirmación de un sujeto que en el conflicto de la comunicación mantiene una distancia y una extralocalidad que responde a una persona singular e irreducible. Sólo mediante la responsabilidad con el mundo la subjetividad de cada uno aparece en la realidad. "Yo no miro al mundo con mis propios ojos y desde mi interior, sino que yo me miro a mí mismo con los ojos del mundo... Desde mis ojos están mirando los ojos ajenos" (Bajtin).

Bajtín propugna una toma de conciencia de un sujeto racional, un "hombre nuevo", en un mundo compartido, una defensa a ultranza de la subjetividad (no individualista) frente al orden dado y una defensa de las posibilidades de un acto ético y creador en la transformación de la realidad. Porque el ser humano es un ser comprometido con la realidad, no un observador sentado frente al mundo.
Ante algunos discursos actuales que suprimen la responsabilidad y decretan la impotencia del sujeto, y por ello decretan la insignificancia del actuar comprometido y de la esperanza, resuena con una voz significativa el sujeto de la acción responsable que emerge en el pensamiento bajtiniano, aquel co-fundante de la vida que afirma su propia singularidad en la cultura

VATTIMO, Gianni


El fin de la modernidad. Nihilismo y hermenéutica en la cultura posmoderna.
Barcelona: Gedisa, 1994[Adaptación]

INTRODUCCION

La Modernidad se puede caracterizar como un fenómeno dominado por la idea de la historia del pensamiento, entendida como una progresiva “iluminación” que se desarrolla sobre la base de un proceso cada vez más pleno de apropiación y reapropiación de los “fundamentos”, los que se conciben como “orígenes”, de suerte que las revoluciones, teóricas o prácticas, de la historia occidental se presentan y legitiman como “recuperaciones”. La idea de “superación”, tan importante en la filosofía moderna, concibe el curso del pensamiento como un desarrollo progresivo en el cual lo nuevo se identifica con lo valioso, en cuanto apropiación del fundamento-origen. Pero, precisamente, la noción de fundamento, y del pensamiento como acceso al fundamento, es puesta en tela de juicio por la cultura posmoderna. Pero la crítica al pensamiento moderno del fundamento no se hace en nombre de otro fundamento más verdadero. En efecto el “post” de posmoderno indica una despedida de la modernidad que, en la medida en que quiere sustraerse a su lógica del “progreso” y sobre todo a la idea de “superación”, se ubica en una relación “crítica” respecto del pensamiento occidental.
Un elemento que caracteriza a la modernidad es la de ser la “época de la historia” frente a la antigüedad caracterizada por una visión naturalista y cíclica del curso humano. Es la modernidad la que, elaborando y desarrollando en términos puramente terrenales y seculares la herencia judeo cristiana (historia de la salvación articulada en creación, caída, redención, juicio final), confiere dimensión ontológica a la historia y da significado determinante a nuestra colocación dentro de la historia. En este sentido, pos-moderno, no significa un momento posterior a la modernidad, porque seguiríamos dentro de una concepción moderna del tiempo como progreso y superación. Pero lo posmoderno se caracteriza no como novedad respecto de lo moderno, sino como disolución de la categoría de lo nuevo, como experiencia de “fin de la historia”.

Pero esta experiencia de “fin de la historia” puede pensarse de dos maneras: como fin de la vida humana en la tierra, sobre todo por la amenaza de destrucción atómica, (ante esta posibilidad cierta algunos pregonan “ingenuamente” la vuelta a unos orígenes no contaminados por la tecnología); la otra manera de pensarse el fin de la historia implica que ya no podemos concebir la historia como un proceso unitario; actualmente las tecnologías de la información nos hacen experimentar el tiempo como un presente continuo. Tenemos una experiencia de la existencia como no-histórica. Esta nueva imagen del tiempo recién se está explorando a nivel teórico, pero las vanguardias artísticas hace tiempo que la han puesto en discurso. En nuestra experiencia pos-histórica, el progreso se ha convertido en rutina, los desarrollos tecnológicos son tan rápidos que ya no percibimos su novedad; por otro lado el consumo capitalista exige la renovación continua (de la vestimenta, los utensilios, los edificios) está “renovación” está exigida para el mismo mantenimiento del sistema capitalista; hoy la novedad no es revolucionaria, ni perturba, sino que es lo que permite que las cosas no cambien. Existe una inmovilidad de fondo. Por otro lado, a nivel teórico, la noción de progreso se ha vaciado: La historia, que en el cristianismo era vista como historia de la salvación, al secularizarse se convierte en historia del progreso: el fin o ideal del progreso es crear condiciones para el progreso, el progreso sin una finalidad, sin un “hacia dónde”, termina por disolver el concepto mismo de progreso. Hoy no hay una “filosofía de la historia” sino una dispersión en múltiples historiografías (teorías acerca de los métodos de hacer historia). Sabemos, por ejemplo, que la historia de las creencias es mucho más lenta que la historia de los acontecimientos políticos, o que la historia de la economía es más rápida que la historia de los modos de vida.
Y de manera más radical, hoy sabemos que la idea de la historia que construyó la modernidad está totalmente condicionada por las reglas del género literario histórico, que se trata de un tipo de narración, un relato más. Por otro lado se ha mostrado que todo relato histórico se escribe desde una determinada ideología, se habla de la “historia de los vencedores” en el sentido que desde el punto de vista de los vencedores el proceso histórico aparece con una unidad, una coherencia y una lógica que los vencidos no pueden ver de la misma manera, sobre todo porque sus vicisitudes y sus luchas quedan violentamente suprimidas del registro colectivo; los que construyen la historia son los que tienen el poder de conservar aquello que conviene a la imagen que se forjan de la historia para legitimar su propio poder.

Fin de la historia significa, entonces, ruptura de la unidad de la Historia, significa que no existe un “tiempo unitario” en el que todos los acontecimientos de la humanidad podrían ubicarse; significa disolución o dispersión de La Historia en múltiples historias, en diversos modos de reconstrucción del pasado.
La “disolución” de la historia, en los diversos sentidos que puede atribuirse a esta expresión, es quizá el rasgo que con mayor claridad distingue a la época contemporánea de la época “moderna”. La época contemporánea es esa época en que, si bien contamos con una tecnología capaz de reunir, guardar y transmitir la información, que haría posible realizar una “historia universal”, precisamente se ha hecho imposible esa historia universal. Esto se debe a que el mundo de los media en todo el planeta ha multiplicado los “centros” de historia (las potencias capaces de reunir y transmitir las informaciones según una visión que es el resultado de decisiones políticas).
En la modernidad era posible experimentar la propia vida, el momento histórico propio, como fundamentado por una marcha unitaria de los acontecimientos, y esto era posible porque en la modernidad se crearon las condiciones para elaborar y transmitir una imagen global de las cuestiones humanas (la imprenta fue determinante en este proceso); la época contemporánea es aquella en que todo tiende a aplanarse en la contemporaneidad y en la simultaneidad, se produce así una des-historización de la experiencia. En este proceso los nuevos medios de comunicación, sobre todo la televisión (zaping), son determinantes.

Esta idea de posthistoria nos ofrece las herramientas para pensar nuestra época como un lugar en el que se anuncia para nosotros una posibilidad diferente de existencia. A esta posibilidad aluden nuestras interpretaciones de las filosofías de Nietzsche y Heidegger, tales autores permiten pasar de una interpretación crítica puramente negativa y apocalíptica, a una consideración de la condición posmoderna como posibilidad y chance positiva.

En ambos autores, lo que puede ayudar a colocarnos de una manera constructiva en la condición posmoderna, tiene que ver con lo que propongo llamar el debilitamiento del ser. Esto implica tomar seriamente la destrucción de la ontología, o la superación del pensamiento metafísico y esencialista. Mientras el ser humano y la realidad sean pensados metafísicamente, platónicamente, según estructuras estables que nos imponen la tarea de fundarnos y de establecernos (con la lógica y con la ética) de manera fuerte y definitiva, entonces no nos será posible vivir de manera positiva esta edad posmetafísica que es la posmodernidad. Esto no significa aceptar todo como positivo, sino que la capacidad de discernir y elegir entre las posibilidades que la condición posmoderna nos ofrece se construye únicamente sobre la base de un análisis de la posmodernidad que la tome en sus características propias, que la reconozca como campo de posibilidades y no la conciba sólo como el infierno de la negación de lo humano.

Se trata de abrirse a una concepción no metafísica de la verdad, que la interprete no tanto partiendo del modelo del saber científico, sino, por ejemplo, partiendo de la experiencia del arte. Se puede decir que la experiencia posmoderna de la verdad es, probablemente, una experiencia estética. Esto nada tiene que ver con la reducción de la experiencia de la verdad a emociones o sentimientos “subjetivos”, sino que reconocer en la experiencia estética el modelo de la experiencia de la verdad tiene que ver con la idea de “grumos” de sentido, sólo de los cuales se puede derivar un discurso que no se limite a duplicar lo existente sino que tenga también la posibilidad de poderlo criticar.
Este libro no tiene un carácter sistemático ni definitivo, los problemas que aquí se tratan no están resueltos, quizá este sea también un rasgo del modo “débil” de hacer la experiencia de la verdad, no como objeto del cual uno se apropia y se transmite, sino como horizonte en el que uno se mueve discretamente.

Dolores Juliano

ESCUELA DE ARTES VISUALES REGINA PACIS – HISTORIA SOCIAL GENERAL - 1º año Profesorado

Material de trabajo realizado sobre la base de: «Universal/Particular: un falso dilema»

Publicado en BAYARDO, R., LACARRIEU, M. (comp.).Globalización e Identidad Cultural. Buenos Aires: Ciccus, 1998

Nuestro punto de partida es preguntarnos si el mundo deseable es un mundo homogéneo, en el que todos tengamos las mismas características culturales, esto es, un mundo ya satisfecho en los logros culturales alcanzados; o si el mundo deseable es aquel en el que seamos capaces de convivir con niveles importantes de diferencias: un mundo en el cual no se suspendiera la dinámica de creatividad constante de nuevos elementos culturales.

La polémica entre particularismo y universalismo es una polémica que nos afecta enormemente, es un ámbito en el cual tenemos responsabilidades, en la medida en que somos actores sociales.
Hoy somos conscientes de que el compromiso ético y político de la ciencia, no pasa sólo por la aplicación concreta de los conocimientos, sino por las opciones que tomemos en el momento de la producción del conocimiento: se trata de analizar qué tipo de ideas, qué tipo de modelos estamos utilizando, los apliquemos luego a la práctica o no. Si nuestras ideas son modelos construidos y no simple “reflejo” de la realidad, tenemos que tener conciencia de que nuestras concepciones pueden producir unos resultados u otros de acuerdo a qué modelo elijamos.
Según mi punto de vista, la consecuencia de esta interpretación, no es la que postula la corriente de pensamiento posmoderna, que reduce nuestras diferencias teóricas a cuestiones de estilo. Por el contrario, tomar conciencia de que nuestro saber es una construcción y no algo natural, implica tomar conciencia de las implicancias de nuestras opciones individuales, con un margen mayor de responsabilidad del que tendríamos si nuestro conocimiento fuera “reflejo objetivo” de la realidad. Si nuestras ideas reflejaran pasivamente la realidad, no tendríamos responsabilidad acerca de ellas, porque podríamos ampararnos en decir “las cosas son así”. Pero estamos construyendo activamente una interpretación y somos responsables de las consecuencias sociales que puedan extraerse de ella.
Estoy planteando un desplazamiento de las responsabilidades políticas: en los años 70 se pedía a los intelectuales que dejaran los libros y se lanzaran a arreglar el mundo. En la actualidad somos conscientes de que nuestra posibilidad de actuación política está relacionada con nuestros modelos teóricos y nuestros conceptos. Pero esto no está compartido por todas las corrientes actuales, los posmodernistas dicen que no tenemos responsabilidades políticas, sino responsabilidades estéticas (que nuestro discurso puede estar mejor o peor hecho ser más lindo o más feo, más atractivo o más aburrido), y sólo somos responsables de eso.
Esta limitación de la responsabilidad se relaciona con la situación mundial. Hagamos un poco de historia. La Revolución Francesa que iba a cambiar el mundo y que nos haría a todos fraternos e iguales, desembocó en un baño de sangre y en una sociedad jerarquizada y en un clima de fracaso de ideales. Ante esto, hubo un grupo importante de intelectuales y de artistas que propusieron refugiarse en lo subjetivo, dejar el ámbito público y ocuparse de los sentimientos individuales, es el Romanticismo: que propuso dejar de lado la idea ilustrada de democratizar el mundo y propuso refugiarse en lo individual.

En el siglo XX se ha dado un movimiento semejante: el gran proyecto de modificar el mundo, que era el comunismo, que conquistó el interés de grandes sectores de la población, ha tenido un derrumbe catastrófico y desde dentro. Esto produjo un gran desengaño, y el abandono de la propuesta política de cambiar el mundo, una reacción neorromántica de refugio en lo subjetivo, en lo “estético”, en la interpretación individualista y el abandono de lo colectivo.
El posmodernismo nos propone abandonar la cuestión política justamente cuando es más urgente nuestro compromiso. Nos dice que no se trata de entender nada, que cada cual puede decir lo que quiera, que lo que diferencia a una propuesta teórica de otra es sólo una cuestión de estilo.
Entonces se produce una aparente despolitización, que funciona como si los problemas se hubieran solucionado, pero sin embargo estos siguen creciendo sin una alternativa política y sin una interpretación social coherente. De pronto nos encontramos con guerras étnicas, ante el dolor y el desconcierto que producen, se nos dice que son consecuencia de quienes apoyamos el derecho a la diferencia. Se postula que el derecho a la diferencia lo que hace es impulsar a que cada pueblo sea enemigo de otro pueblo. Se nos dice que al sostener la conveniencia de la existencia de diferentes identidades étnicas, lo que hacemos es fraccionar a la humanidad.

Esta acusación proviene de una interpretación esencialista de la cultura. Pero cuando hablamos de cultura, nosotros no la concebimos como algo cosificado. Lo que proponemos es defender una concepción dinámica de la cultura, cuando hablamos de identidad cultural no nos referimos a ningún conjunto de elementos que venga fijado desde el pasado, sino que hablamos de estrategias de interrelación y que, como tales, son modificables y que no implican ninguna idea de inmutabilidad, hablamos de elementos dinámicos.

Nos oponemos a todo tipo de universalismo. El universalismo ha implicado siempre consecuencias etnocéntricas, “el universalismo es el etnocentrismo de la tribu blanca”.
En contraposición al universalismo etnocéntrico, otros [posmodernos] plantean un ultra relativismo que acepta todo lo que se produce en otras culturas, eliminando la posibilidad de análisis crítico. Cada vez que aceptamos otra cultura como un todo homogéneo, estamos sometiéndonos a los sectores dominantes de esas culturas. Pero lo cierto es que toda cultura tiene contradicciones internas, modos de imposición de unos sectores sobre otros, si aceptamos las culturas como un todo, aceptamos también el dominio de unos sobre otros. Entonces, el ultra relativismo que evita todo juicio crítico, no es la manera adecuada de encontrar razones contra el universalismo etnocéntrico.
En cambio, si consideramos que todas las culturas, como la nuestra, están atravesadas por contradicciones internas, entonces podremos admirar en otras culturas aquellos rasgos que iluminan nuestras propias búsquedas de equidad, de justicia, de emancipación, etc., no su supuesta homogeneidad o armonía interna, que nunca es real. Esto pone de relieve nuestros problemas y nuestros límites. Se trata de salir de un paternalismo displicente, “ellos son así”, y llegar a escuchar y ver cuales son los problemas que los otros ven y cómo ellos los ven.
Desde el punto de vista de las identidades, es necesario cambiar la concepción multiculturalista por una interculturalista.

La primera implica una yuxtaposición de identidades fijas, esencias inmutables, que lleva a los ghetos, a una sociedad escindida y proclive a los enfrentamientos. La concepción interculturalista parte de la idea de que los distintos grupos tienen, todos, elementos que aportar, que es posible el enriquecimiento mutuo, que una sociedad es tanto más rica, más viva, en la medida en que sea capaz de abrigar en su interior un mayor número de propuestas diferentes. No basta el respeto por el “otro”, sino el convencimiento de que podemos enriquecernos y de que es necesario propiciar actitudes de verdadero intercambio. El obstáculo está en ver, por ejemplo, a los guaraníes como “otros”, como “aparte”, porque viéndolos así excluimos el diálogo. Para hacer posible la comunicación entre grupos diversos, lo que propongo es una modificación de la concepción de nosotros mismos: dejar de vernos como algo completo acabado, como si poseyéramos algo que se puede desintegrar o contaminar con el contacto de los otros. Propongo mirar la identidad como parte de un proceso dinámico en el cual constantemente desechamos algunas cosas e incorporamos otras nuevas, en función de nuestro proyecto de sociedad, un proceso en el cual lo diverso no es una amenaza a la que debemos temer, sino que necesitamos ir aprendiendo a convivir con lo diverso como un valor positivo. La opción intercultural va más allá de respetar el derecho que los otros tienen a ser diferentes, tampoco se propone la tolerancia, que implica una posición de poder (toleramos lo que podríamos no aceptar). La opción intercultural implica una modificación de nuestros conceptos dogmáticos, implica aceptar que no nos movemos con verdades definitivas, que nuestras soluciones pueden ser modificadas, porque estamos en movimiento, creciendo, aprendiendo, y ellos (quienes posen identidades culturales diferentes) también están en procesos de cambio y en re-construcciones dinámicas de sus patrones culturales.
Esta perspectiva teórica permite el enriquecimiento mutuo. Es necesario pasar del reino de las seguridades al de la complejidad, lo cual es muy difícil, y al respecto no hay recetas

Jesús MARTÍN-BARBERO

ESCUELA DE ARTES VISUALES REGINA PACIS HISTORIA SOCIAL GENERAL    1º año Profesorado
 
Material de trabajo realizado sobre la base del texto:

«Globalización comunicacional y descentramiento cultural»


Publicado en: La dinámica global/local. Cultura y comunicación: nuevos desafíos. Buenos Aires: Ediciones Ciccus, 1999

[En este texto el autor analiza las transformaciones que están produciendo las tecnologías de la comunicación en nuestras experiencias del tiempo y del espacio; experiencias que modifican nuestra subjetividad, es decir, nuestra manera de ser personas.]

¿Cómo pensar los cambios que la globalización produce en nuestras sociedades sin quedar atrapados en la ideología neoliberal que orienta y legitima dicha globalización? Los imaginarios de la globalización preparan y refuerzan la globalización de los imaginarios.

PENSAR EL MUNDO, REPENSAR LA TÉCNICA
“La ciencia clásica privilegiaba el orden, la estabilidad, mientras que en todos los órdenes de observación ahora reconocemos el papel primordial de las fluctuaciones y la inestabilidad. Este cambio traduce una tensión profunda al interior de nuestra tradición, situándonos en el punto de partida de una nueva racionalidad que ya no identifica ciencia con certeza, ni probabilidad con ignorancia.” Ilya Prigogine

Actualmente el mundo ha pasado de la internacionalización [relaciones entre Naciones] a la mundialización. En este proceso las tecnologías de la información tienen un papel crucial: intercomunican los lugares y, a la vez, transforman el sentido del lugar. Crean an una nueva manera de estar en el mundo.

La nueva significación del mundo ya no puede entenderse desde la idea de Estado-Nación, que era una idea central en la concepción moderna. La globalización no se puede pensar como una extensión de las sociedades nacionales. Las dependencias y el imperialismo actuales se dan atravesados por nuevos vínculos. Las desigualdades entre naciones y regiones continúan e incluso se agravan, pero han aparecido redes y alianzas que reorganizan tanto las estructuras estatales como los regímenes políticos y los proyectos nacionales.
La nueva imagen del mundo: los medios de comunicación están construyendo una nueva imagen del mundo: se trata de un mundo comprimido y sin distancias por la aceleración del tiempo y que está modificando nuestros modos de percibir y de sentir. Al mismo tiempo el mercado puso en marcha una globalización del imaginario por la cual se “exportan” a todo el mundo imágenes locales (carnaval brasileño, celebraciones africanas, misachicos de la puna boliviana, etc.) mientras se “importa” la imagen global producida por la tecnología. Estrategia que hace que encontremos en todo el mundo la imagen de todos los territorios. Pero se trata de territorios sin sus historias porque están todos puestos a un mismo nivel y simultáneamente. Se ha producido la experiencia de un no-lugar: un espacio en el que los individuos solamente interactúan con informaciones, textos e imágenes, que se repiten de una punta a otra del planeta. Sin embargo, más lentos que la economía o la tecnología, los imaginarios colectivos conservan huellas y restos del lugar, esta situación intensifica las contradicciones entre viejas y nuevas experiencias, entre ritmos locales y velocidades globales.

La técnica produce la idea de un universo sin centros ni periferias: un universo que concentra todos los lugares en uno y cada uno es replicado en todos los demás. La técnica ha dejado de ser un mero utensilio y se ha convertido en la forma global de producción del sentido de la vida, entonces hoy la técnica define a toda una cultura y proyecta una visión del mundo.
El largo proceso histórico que fue produciendo diversidad de técnicas en las diversas regiones, es hoy aceleradamente sustituido por una globalización homogeneizante de la tecnología. La rapidez de su difusión nos coloca en una situación nueva caracterizada por la ausencia de vínculos entre tecnología y herencias culturales (la tecnología se instala en diversas regiones, y en cada individuo, como un elemento que viene de afuera sin tener en cuenta las demandas locales).
La técnica se ha convertido en un sistema que opera a través de redes. Las redes producen un nuevo tipo de espacio sin fronteras. Las redes tienen una íntima vinculación con el poder: poder que no se ejerce ya desde el trono sino que, desde lo cotidiano, modela los deseos, las expectativas y las demandas de los ciudadanos, convertidos en meros consumidores.

Redes virtuales que son usadas para negociar, gestionar, navegar o conversar. Redes que tienen implicancias sociales (porque solo acceden a ellas un bajo porcentaje de la población mundial, y porque hay una gran diferencia entre el uso de quienes obtienen de la red información estratégica para decisiones financieras y el uso del navegante común extasiado ante los paisajes virtuales). La implicancia social se hace aún mayor por el gran crecimiento de la riqueza en el interior de la red y el empobrecimiento social y psíquico que se vive en el exterior de la red.
Pero nuestra inserción en la nueva mundialidad tecnológica no es una adaptación automática e inevitable, sino que un complejo conjunto de filtros regula selectivamente las interacciones entre viejos y nuevos modos de habitar el mundo.
Las técnicas ponen nuestra atención en la superficie de los objetos, hoy convertidos en soportes de información. El entorno artificial tecnológico tiende a convertirse en un continuo de superficies interactivas. La conversión de la realidad en espectáculo arranca allí.

No es cierto que la penetración tecnológica en el entorno cotidiano implique la sumisión automática a las exigencias de la racionalidad tecnológica, de sus ritmos y sus lenguajes. De hecho sucede que la propia presión tecnológica está suscitando la necesidad de encontrar y desarrollar otros ritmos de vida y de relaciones, tanto con los objetos como con las personas. Cierto es que la mediación tecnológica se espesa cada día más e intenta convencernos de la imposibilidad de construir proyectos alternativos. Pero ese cambio no tiene su origen en las últimas décadas, sino que es parte de un proceso mucho más largo: el de la racionalización y secularización del mundo, que es el núcleo más secreto del movimiento de la modernidad [esto se relaciona con el planteo del texto de Harvey: la racionalización y matematización del espacio que se produjo desde el Renacimiento en adelante].

ENTRE LA LEVEDAD DEL ESPACIO Y EL ESPESOR DEL LUGAR
La modernidad introdujo la aceleración del ritmo de los procesos, y puso así en escena una contradicción central: la aceleración de la novedad acelera también la propia caducidad de lo nuevo. Pero hay otro elemento en esa experiencia: el impulso racionalizador del espacio urbano, esto es, la producción de espacio (para la industria, los transportes, las comunicaciones) como ámbito específico de creación de riqueza.
Hay una relación entre el estrechamiento del tiempo-espacio y la lógica de desarrollo del capitalismo. A comienzo de los años ´70 el sentido de la espacialidad sufre cambios de fondo, coincide con el momento en que el capitalismo pasa a una “acumulación flexible”: se produce una descentralización que es una desintegración de la organización del trabajo (multiplicación de sedes, subcontratación, multiplicación de los lugares de ensamblaje) y una creciente centralización financiera. Por otra parte, en la misma época aparece un nuevo mercado de masas en el que se consumen no sólo productos sino también modos de vida, ideas y valores: lo que preocura hoy predominantemente al capitalismo es la producción de signos y de imágenes. El mercado se centra en la construcción de imágenes. El mercado promueve las diferencias locales como imágenes comercializables.
Antes de analizar las transformaciones concretas de lo nacional y lo local, nos detendremos en el sentido que dio la Ilustración a lo universal, es decir, en lo que el etnocentrismo occidental ha querido hacer pasar por universal: la idea de una universalidad que se opone (niega) a toda particularidad que no sea la del individuo, que pasa a representar la única forma de particularidad, haciendo que todas las otras formas de realidad social nazcan de la relación entre los individuos. Desarrollarse, para los países del Tercer Mundo, significó asumir la negación-superación de todas sus particularidades culturales. La idea de universalidad que nos legó la Ilustración implica la universalización de una particularidad: la europea.
Enfrentar el etnocentrismo civilizatorio que propaga la globalización nos exige resistir a una globalización enferma que no busca unir sino unificar, mediante una universalidad descentrada que impulse el movimiento emancipador, sin imponer como requisito el propio modo de civilización. Las redes informacionales se constituyen así en estratégicas para la lucha por descentrar la globalización, no solo de la concentración económica sino también cultural, es decir, resistirse a la particularidad cultural que la globalización hoy propone como única válida.

Asistimos al desvanecimiento del sentimiento histórico: el pasado ha perdido la coherencia organizativa de una historia nacional y se ha convertido en patrimonio que se divide y multiplica: cada región, cada localidad, cada grupo étnico, reclama el derecho a su memoria.
Primero fue el tiempo cíclico de los orígenes, luego el tiempo lineal de la historia cronológica, ahora entramos en un tiempo esférico que al desrealizar el espacio, liquida el espesor histórico.
Vivimos un momento que confunde los tiempos y los ubica en la delgada capa de la simultaneidad, es el culto del presente que alimentan los medios de comunicación. Porque una tarea clave de los medios es fabricar presente: un presente hecho de imágenes sucesivas sin relación histórica entre ellas. Un presente autosuficiente que pretende bastarse a sí mismo. Los medios construyen un tiempo sin pasado: extraen elementos de distintas culturas y los ponen en el mismo nivel de lo simultáneo, se trata de fragmentos descontextualizados, deshistorizados, desjerarquizados. Y también los medios construyen un tiempo sin futuro, un presente continuo en el que ya todo está hecho. Se trata de una secuencia de acontecimientos sin duración en la cual ninguna experiencia logra crearse un horizonte de futuro.

El sentido del lugar, aún atravesado por las redes de lo global, el lugar sigue siendo nuestro anclaje primordial, puesto que está tejido por los lazos de parentescos y vecindades, por la corporeidad de lo cotidiano y la materialidad de nuestros actos, anclaje sin el cual es imposible insertarnos en lo global. Vemos, así, que la experiencia actual de lo local es múltiple: - por un lado experimentamos la deslocalización que produce la globalización, pero por otro lado, experimentamos al mismo tiempo nuestro anclaje concreto en un lugar. Este lugar es el que produce ruido en el discurso de lo global. Ahí está la voz, por ejemplo, de las comunidades indígenas de Chiapas que ponen la gravedad de la utopía en medio de tanto chismorreo que circula por internet; también están multitud de minorías o grupos sociales, que utilizan esa misma internet para constituir grupos, virtuales al principio, pero que terminan territorializándose en encuentros.
Hay una complicidad entre los medios y los miedos de los ciudadanos. Los medios viven de los miedos que impulsan a la gente a resguardarse en el espacio privado. Miedos que provienen de la pérdida del sentido de pertenencia en unas ciudades en las que la racionalidad comercial ha socavado los espacios colectivos. La inseguridad es mucho más honda que la que viene de la agresión de los delincuentes, una inseguridad que es angustia cultural y empobrecimiento psíquico. Porque la imagen de sujeto que impone el capitalismo es la del individuo consumidor, y el tipo de vínculos sociales que impone el capitalismo son los de la competencia. Esta es la fuente más secreta y real de la agresividad de todos contra todos.

Cuando hablamos de fragmentación no nos referimos sólo al aspecto formal de la imagen mediática (sucesión rápida de múltiples imágenes), hablamos de la fragmentación social, de la atomización que encarna la TV o la computadora como privatización de la experiencia: en el pueblo que tomaba la calle o el público que iba al teatro o al cine, la experiencia conservaba un carácter colectivo. Entre los públicos del cine y las audiencias televisivas ha habido una profunda transformación: el paso de la centralidad de lo público a lo privado. Luego se pasó de la TV compartida por toda la familia a la TV en la habitación de cada individuo [hoy con su propio celular]. La pluralidad social que promueven los medios hace de la diferencia una mera estrategia de rating. La fragmentación de la ciudadanía, si no está representada en la política, es tomada a cargo por el mercado.
La experiencia televisiva se completó con el zapping: el control remoto por el cual cada uno puede armarse su propia programación con fragmentos de noticieros, telenovelas, concursos o películas [fotos personales, etc., etc.] y que nos hace retener más el flujo de imágenes que el contenido de la programación. Más allá de la aparente democratización que introduce esta tecnología, la metáfora del zapping ilumina doblemente la experiencia social: es con pedazos o restos de objetos y saberes con los que la inmensa mayoría de la población mundial teje los rebusques con los que sobrevive; y es también nómada el modo en que se habita la ciudad.

jueves, 30 de junio de 2016

Individuo moderno

                   ESCUELA DE ARTES VISUALES REGINA PACIS 1º año Profesorado y Tecnicatura


Materiales de trabajo realizados a partir del libro: El nacimiento del individuo en el arte. Buenos Aires: Nueva Visión, 2006

A “El nacimiento del individuo moderno” por Robert LEGROS [pp. 63-102]
B “La representación del individuo en la pintura” por Tzvetan TODOROV [pp. 9-22]

EL NACIMIENTO Y DEL INDIVIDUO MODERNO

¿Un nacimiento del individuo en la época moderna? En cierto sentido, toda sociedad humana está compuesta por individuos. Desde que los seres humanos son tales, se reconocen unos a otros, se distinguen unos de otros, se atribuyen cualidades propias, se identifican personalmente, en suma, actúan, se consideran y se perciben como individuos. Sin embargo, la sociedad moderna se compone de individuos de un nuevo género. En efecto, las personas se convierten en individuos en un sentido inédito de la expresión, incluso en el propio sentido de la expresión, cuando llegan a considerarse y a tratarse unos a otros como iguales, como seres autónomos e independientes unos de otros. Este cambio de las relaciones humanas que se halla en el origen de la democracia, nació en los albores de la época moderna. El humanismo da testimonio del mismo. Lo mismo hace el arte del Renacimiento: obras plásticas, literarias y musicales de los siglos XV y XVI dan forma a una nueva figura de la humanidad, anuncian el advenimiento de una nueva manera de experimentarse el ser humano como individuo singular.
Cuando el principio jerárquico se encuentra en la base del vivir-juntos, las características que implican un rango son, en principio particularidades de nacimiento, aparecen como naturales y por lo general son entendidas como esenciales: se considera que determinan la naturaleza y la esencia de aquellos a los que identifican.
Cada cual se halla incitado e inclinado, a comportarse y a manifestarse según sus propiedades de nacimiento: como miembro de tal o cual clase, de tal o cual religión, de tal o cual sexo, de tal o cual etnia, de tal o cual familia, clan o tribu, de tal o cual nación. Cada cual debe presentarse según lo que representa y conducirse según su rango. Entonces, en la vida cotidiana, el otro no aparece simplemente como otra persona, sino también en tanto esto o aquello. Es decir, como ya englobado. Lo que significa que el individuo, en el sentido antiguo, es habitualmente percibido como un individuo esencialmente particular [en el sentido de parte de…].
La individuación moderna, generadora de las relaciones democráticas, supone una impugnación colectiva de las jerarquías consideradas como naturales, del argumento de autoridad, de los lazos de dependencia personal. Semejante impugnación supone individuos que se encuentran animados por la sensación de su igualdad, de su autonomía, de su independencia. En consecuencia, supone hombres habituados a percibirse independientemente de su rango, de sus pertenencias, de sus funciones. En suma, la individuación moderna está vinculada con el surgimiento, en el seno mismo de la vida de todos los días, de una experiencia del otro como semejante. El otro no aparece simplemente en tanto esto o aquello, sino también, en primera instancia, independientemente de cualquier pertenencia. Es decir, como ya desenglobado. Lo que significa que el individuo, en el sentido moderno, es percibido como un individuo esencialmente singular. Más precisamente, como un individuo esencialmente singular en tanto humano.
Por supuesto, los individuos se singularizan en cualquier sociedad humana. Pero en el seno de las sociedades basadas en el principio jerárquico, en las llamadas sociedades aristocráticas, la singularización de cada individuo, por lo general, es encubierta: cada uno está obligado a ajustarse a lo que es, se ve impulsado a inclinarse por un comportamiento según su pertenencia a tal o cual rango o función y esa pertenencia es considerada como natural y esencial. Entonces, la singularización se interpreta como un desvío, como la consecuencia de un extravío. A menos que sea el producto de un ser excepcionalmente superior. La singularización, el salirse del orden, de la ley demuestra una voluntad pervertida, un alma desnaturalizada, una corrupción: la del héroe testimonia su excelencia, sus virtudes, un alma fuera de lo común, una nobleza personal. La singularización democrática, por el contrario, no está reservada a seres que se distinguen de una manera excepcional, tanto para el bien como para el mal. Sugiere una enigmática fusión de lo universal con lo singular. El hombre moderno nace cuando la singularización aparece como reveladora de lo humano. El humanismo deja entrever esa nueva idea: la humanidad del hombre (la esencia del hombre) reside en la singularización, por lo tanto, en una existencia que se escapa de toda pertenencia, que precede a cualquier función, que sale de cualquier clasificación, o de cualquier identificación.
El individuo des-englobado, inclasificable, ¿acaso no se convierte necesariamente en un individuo aislado, en un individuo deshumanizado? El individuo des-particularizado, ¿acaso no desaparece irresistiblemente en el vacío de una abstracción? El individuo despojado de los signos distintivos que lo identificaban, ¿acaso no aparece simplemente como el miembro de una especie animal? ¿Cómo es que la humanidad del hombre puede surgir de una des-particularización, de un des-englobamiento, de un despojamiento? ¿Cómo es posible que lo universal y lo singular se fusionen?
El principio fundador de las democracias modernas, de la individuación moderna, enuncia que todo ser humano tiene, al nacer, el mismo derecho a la libertad, entendida como un derecho a la autonomía, y el derecho a la independencia individual. Ninguna sociedad no moderna está regida por semejante principio. Las sociedades no modernas ignoran o rechazan cualquier principio de igualdad que esté vinculado con la idea de que los hombres son libres en tanto hombres.
Las sociedades no modernas descansan sobre el principio de una desigualdad de nacimiento, o principio jerárquico, vinculado con un principio de heteronomía y un principio comunitario. Sin duda que las filosofías antiguas y diversas teologías monoteístas pudieron forjar y exaltar la idea de la igualdad de los hombres, e incluso la idea de la autonomía del hombre y la idea de la independencia de los individuos. Esto no impide que sólo en el transcurso de la época moderna esas ideas se establezcan como principios del vivir en conjunto. Es cierto que las democracias antiguas se apoyaban en el principio de autonomía, en el principio de igualdad e independencia de los ciudadanos. Pero era en tanto ciudadanos, y no en tanto hombres, que los ciudadanos de las Ciudades democráticas se consideraban como iguales, como individuos autónomos e independientes. Los hombres dan muestras de libertad en cualquier sociedad pero, sin embargo, la idea de que el individuo posee por nacimiento, “por naturaleza”, el derecho a decidir sobre su destino, la idea de los derechos individuales inherentes a todo ser humano, o la idea del hombre como libre en tanto hombre, es una idea que sólo se difundió en el cuerpo social y se convirtió en principio fundador del vivir en conjunto en el transcurso de la época moderna. Por cierto que la explotación del hombre por el hombre y de las nuevas formas de servidumbre se desarrollaron en el corazón mismo de las democracias modernas, pero al menos podían ser denunciadas en nombre de un principio que, suscitó y animó un incesante combate contra la arbitrariedad de las autoridades establecidas y a dar a cada cual el poder de asumir su libertad.
¿De qué modo tal principio, la idea del hombre como libre en tanto hombre, pudo erigirse en un principio de la vida en conjunto? Por cierto que no fue al cabo de una pura reflexión o de una discusión de unos con otros que los hombres llegaron a la conclusión de que debían romper las relaciones jerárquicas que mantenían desde tiempos inmemoriales. No fue por cierto a causa de falta de audacia, por pereza o cobardía, o porque se sintieran naturalmente inferiores, que durante decenas de milenios los hombres atribuyeron un fundamento religioso a los poderes ejercidos por unos sobre otros. No fue seguramente por incapacidad de razonar o de observar los hechos tal como son que los antiguos se dejaban captar por la presencia sensible de lo sagrado. Los modernos no eligieron erigir la igualdad, la autonomía, la independencia individual en principios de la coexistencia humana al cabo de un cálculo o de un razonamiento, o porque finalmente habrían adquirido el valor para pensar y actuar por sí mismos. Sino que es por una experiencia nueva del mundo y de su humanidad cómo los hombres poco a poco llegaron a percibirse como iguales en tanto hombres, a sentirse autónomos, a volverse independientes unos de otros. Y, al mismo tiempo, a individuarse de una manera nueva.
Cuando el principio jerárquico y el principio comunitario dominan las costumbres, estructuran las relaciones humanas, cada cual aparece como englobado en las pertenencias que lo identifican y lo particularizan. Cuando los individuos llegan a reconocerse como iguales, a querer ser autónomos e independientes, emergen de toda pertenencia, se des-particularizan. Es cierto, tal como en Hegel, que el individuo desparticularizado puede desaparecer en el vacío de una abstracción, puede sentir la pérdida de sus identidades, su desparticularización, como la experiencia de una gran pérdida. También es cierto que el individuo que tiende a pensar y a actuar por sí mismo, rápidamente llega a querer encontrar en sí mismo, y sólo en sí mismo, las fuentes de sus juicios, a creerse y quererse el sujeto último de sus pensamientos y de sus acciones, a sentirse libre en tanto individuo arbitrario, a menos que la desaparición de las autoridades visibles suscite en él una desorientación que le empuje a experimentar la atracción de la opinión común. Es cierto, asimismo, que los individuos que se vuelven independientes unos de otros pueden sentirse “atomizados” y, a partir de allí, pueden ser arrastrados a concebir cualquier asociación como si estuviera basada en una limitación de su egoísmo natural. En suma, no hay duda de que el principio moderno de individuación se encuentra en el origen del individualismo. Pues bien, individuos encerrados en el anonimato de su universalidad humana y en lo arbitrario de su subjetividad individual no pueden sino perder el sentido de lo que les permite superarse como hombres: el sentido de su humanidad. Sin embargo, la desparticularización, la desacralización de las autoridades, la independencia individual, son también condiciones para la singularización de los individuos, sin la cual el sentido mismo de lo humano permanece oculto.
La experiencia del mundo y de lo humano, en la que los hombres se descubren como iguales en tanto hombres, como autónomos e independientes en tanto hombres, implicó una descomposición, luego un derrumbe de las representaciones teocéntricas que dominaban la Edad Media y suscitó, al mismo tiempo, la difusión del pensamiento humanista, el auge de la ciencia y de la técnica modernas, una nueva relación con la naturaleza y con el más allá, una renovación de la filosofía.

LA EXPERIENCIA ARISTOCRÁTICA DEL MUNDO

Empecemos por analizar la experiencia del mundo y de lo humano, tal como se daba cuando la jerarquía, la heteronomía y la comunitarización estructuraban las relaciones que los hombres mantenían entre sí y con el mundo.
Una sociedad se rige por el principio jerárquico cuando las jerarquías que la constituyen se imponen como si formaran parte del orden natural del mundo. Parecen legítimas precisamente en la medida en que parecen naturales; las jerarquías no muestran un origen humano. No se les aparecen a los miembros de la comunidad como instituciones humanamente engendradas, sino como si emanaran de una fuente suprahumana o divina. En suma, aparecen como naturales (inscriptas en el orden natural del mundo) en la misma medida en que parecen sobrenaturales (de origen divino). En el seno de una sociedad basada en el principio jerárquico, el orden que estructura las relaciones humanas aparece inseparablemente como natural (independiente de cualquier origen humano) y sobrenatural (de origen divino).
Un orden jerárquico y comunitario parece natural ante la mirada de sus propios miembros en la medida en que cada uno de ellos se sienta colocado en un rango e inserto en grupos, no como consecuencia de un proceso histórico humano, de decisiones humana, de acciones humanas, sino naturalmente.
Cuando el orden jerárquico y comunitario parece natural, indisociablemente se muestra como normativo, pues las jerarquías, las comunidades, las corporaciones que lo constituyen indican a sus miembros al mismo tiempo lo que son (natural y esencialmente) y lo que deben ser; lo que son en razón de sus pertenencias naturales, pero también lo que deben ser en razón de su nacimiento, pero también cómo deben vivir según su rango, su sexo, sus pertenencias grupales: cómo deben conducirse, vestirse, mantenerse, habitar, presentarse, casarse, educar a los hijos, honrar a los muertos, ayudar a los desposeídos, amparar a los extranjeros y tratar a los enemigos. Dado que las maneras de vivir expresan indisociablemente lo que cada cual es y lo que cada cual debe ser, las mismas parecen en sí mismas como naturales y normativas.
Cada cual está obligado a conformarse con lo que es a causa de su nacimiento, debe aplicarse a ser lo que es: se establece una identidad entre la naturaleza y la norma, entre el ser y el deber ser.
Cuando el orden jerárquico parece indisociablemente natural y englobador, se impone como un orden indisociablemente natural y sobrenatural. Parece natural en el sentido de que es independientemente de nosotros y parece sobrenatural en el sentido de que se considera que el origen de la Ley o el basamento de las normas son sobre-humanos. El principio jerárquico implica al principio de heteronomía.
Cuando la jerarquía es el principio de la vida en común, ninguna autoridad humana, ningún poder humano es percibido como fuente de la ley. El poder no es concebido como el poder de crear leyes, sino como un poder encargado de asumir el mantenimiento y la preservación de una Ley proveniente de más arriba. Toda autoridad tiene por misión la de asegurar el respeto de un orden del mundo, de una Ley de origen divino, pero nadie recibe esta misión de un poder humano.
En tanto mediadora entre el más allá y el aquí abajo, la autoridad reconocida como legítima se impone indisociablemente como un poder natural y sobrenatural: su palabra deja escuchar la voz de los poderes sobrehumanos. Asimismo, sólo puede ser abordada con cuidado, respeto y deferencia. Se considera la desobediencia a la autoridad legítima como un atentado a la propia religión, la crítica al poder como una blasfemia, la falta de respeto frente al orden establecido como una profanación, la puesta en duda del argumento de autoridad como un acto de rebelión.
En el seno de las sociedades basadas en el principio jerárquico, toda autoridad humana reconocida como legítima, ya sea familiar, militar, religiosa, señorial o que se ejerza sobre el conjunto de la comunidad política, se considera mediadora entre el más allá y el aquí abajo, por lo tanto que participa de lo divino: la autoridad resulta sacralizada y debe sugerir su participación en lo divino en su manera de ser y de parecer: debe irradiar, resplandecer, subyugar. Más precisamente, cada autoridad debe irradiar y resplandecer según la estatura de su rango. Cuanto más elevada sea la autoridad, más deben testimoniar su proximidad con los poderes celestes con majestad, con ritos solemnes, con ceremonias esplendorosas. Estas formas, no se perciben como simples formas, sino como manifestaciones sensibles del más allá, como expresiones tangibles de lo divino: la experiencia cotidiana del mundo es la experiencia de una naturaleza sobrenatural, de un mundo divinizado, encantado.
Cuando el principio jerárquico (el principio de heteronomía) prevalece en las costumbres, aquellos que están ubicados en los rangos más bajos, por más baja que sea su condición, quedan en efecto, por principio, vinculados, a través de la jerarquía, a lo divino, a un más allá. Pues al mismo tiempo que separa lo superior de lo inferior, a uno del otro, imponiéndoles modos de vida distintos, al establecer entre ellos diferencias aparentemente naturales, la jerarquía los vincula uno con otro por medio de obligaciones recíprocas: el lazo natural (sobrenatural) que los une no podría romperse sin que esa ruptura amenazara la unidad del mundo.
La sociedad basada en el principio jerárquico es una comunidad compuesta por comunidades o cuerpos, precisamente en la medida en que se halla reunida en un todo mediante lazos que la sueldan al más allá. Lo que significa que la experiencia del orden jerarquizado y comunitario no es sólo una experiencia del orden natural, sino también, indisociablemente, una experiencia del orden sobre natural y ésta experiencia de lo divino es una experiencia sensible de la presencia aquí abajo de poderes sobrenaturales.
En tanto mediador entre el más allá y el aquí abajo, cualquier poder humano es, además, mediador entre el pasado y el presente: está encargado de asegurar el lazo “natural/sobrenatura1” entre el pasado y el presente. Mejor aun: es considerado como el que encarna un lazo “natural/sobrenatural” entre, por una parte, un pasado percibido o experimentado como pasado que inspiraba autoridad, como pasado
revelador y testigo de lo que somos hoy y, por otra, un presente que debe prolongar y perpetuar ese pasado. Los principios de la vida en conjunto no son sólo principios del vivir en conjunto; no sólo rigen una experiencia de la Ley, del poder, de la autoridad, de la norma: también comandan una experiencia de la naturaleza, del más allá y del tiempo. En suma, son la base de una experiencia del mundo.

LA EXPERIENCIA ARISTOCRÁTICA DE LO HUMANO

La experiencia de nuestra humanidad resulta indisociable de la experiencia del mundo. Cuando la experiencia del mundo es la experiencia de un orden natural, normativo, englobador y sobrenatural, la experiencia de sí mismo no puede ser, la experiencia de un “yo” entendido en el sentido moderno de la expresión. Pues cuando las pertenencias que confieren un rango son percibidas como pertenencias naturales y normativas, como pertenencias que revelan lo que son y lo que deben ser aquellos a quienes confieren privilegios y obligaciones, cada cual se encuentra habitualmente animado por esa convicción: lo que me hace ser lo que soy y lo que debo ser, no proviene de mí, sino de mis particularidades de nacimiento. Más explícitamente: en razón de mi inscripción natural/sobrenatural en el seno de un orden que me precede y me trasciende, soy como soy, me manejo como me manejo, pienso lo que pienso, siento lo que siento, quiero lo que quiero, deseo lo que deseo.
La experiencia de si mismo resultan indisociables de la experiencia del otro: percibido a partir de una comprensión previa, el otro aparece como ya investido, revestido de un significado, integrado en un contexto familiar: los hombres aparecen por cierto como individuos: mantienen relaciones individuales unos con otros. Pero se presentan, en primera instancia, como individuos particulares antes que como individuos singulares y, de allí, se aparecen los unos a los otros como individuos personalizados antes que como individuos anónimos y como individuos ordenados antes que como individuos arbitrarios.
Cada individuo se siente inclinado a pensar, a actuar y a sentir como un individuo particular en la medida en que cada uno se siente inclinado a pensar, actuar y sentir según sus pertenencias particulares, en la medida en que cada uno resulta englobado por las pertenencias que lo identifican.
Cada cual se encuentra ordenado en el sentido de que cada cual está destinado a aceptar un orden (una organización y una orden) determinado por una Ley que proviene de lo alto. En la medida en que las sociedades basadas en el principio jerárquico tienden a producir individuos particularizados, personalizados y ordenados, también tienden a reprimir o a disimular la singularización de sus miembros. Pues toda singularización supone una desparticularización.
LA EXPERIENCIA DEMOCRÁTICA DEL MUNDO
Analicemos la experiencia del mundo y de lo humano tal como comienza a instaurarse cuando las jerarquías se des-naturalizan, cuando la autoridad se desacraliza, cuando los individuos comienzan a volverse independientes los unos de los otros.
La igualdad de las condiciones, la autonomía humana, la independencia individual son explícitamente reivindicadas y reconocidas como principios fundadores de la vida en conjunto en el transcurso de la segunda mitad del siglo XVIII y se las ha inscripto en las constituciones surgidas de las revoluciones francesa y norteamericana. Pero se introducen en las costumbres, comienzan a estructurar las relaciones humanas, mucho antes aún de ser reconocidas explícitamente en el seno de un proyecto político. Los hombres comienzan a tratarse como iguales, a actuar de manera autónoma, a volverse independientes los unos de los otros antes de que pretendieran erigir la igualdad, la autonomía y la independencia individual en principios de la vida en común. Su igualación comenzó tácitamente mediante una impugnación de ciertas jerarquías tradicionales; su autonomización se formó poco a poco a través de un progresivo cuestionamiento del argumento de la autoridad; su independencia individual fue emergiendo lentamente por el repudio a ciertos lazos de dependencia personal. La creciente denuncia colectiva de las jerarquías tradicionales, del criterio de autoridad, de ciertos lazos de dependencia personal fue como la faz negativa y visible de la progresiva conquista de la igualdad de condiciones, de la autonomía humana, de la independencia individual. Comenzó a aparecer en el seno mismo de las costumbres, a animar las actitudes cotidianas, a transformar las relaciones de la vida en conjunto desde comienzos de la época moderna. Supone una desnaturalización de las jerarquías, de los lazos comunitarios, una desacralización de las autoridades. Esa desnaturalización, esa desacralización del orden jerárquico y comunitario, está en sí misma ligada al surgimiento, en el seno de la vida cotidiana, de una experiencia del otro como semejante, que se encuentra en el origen de una nueva experiencia del mundo y de lo humano.
Cuando el orden jerárquico y comunitario se desnaturaliza aparece por primera vez a la vista de sus miembros como un orden tradicional e histórico, hecho por los seres humanos. O, si se quiere, la tradición aparece por primera vez como una simple tradición (como una tradición entre otras) y ya no como la transmisión natural de un orden natural del mundo. Y las costumbres aparecen por primera vez como costumbres (como costumbres entre otras) y ya no como prácticas que serían naturales puesto que se ajustan a lo que somos y debemos ser. Al mismo tiempo, la determinación de lo que se considera natural cambia profundamente. Cuando el orden jerárquico y
comunitario se disocia del orden natural (se desnaturaliza), el orden natural del que se disocia, o más bien el orden natural que aparece, ya no se presenta en absoluto como natural en el sentido en que parecía natural antes de la disociación. Aparece como natural, pero la naturaleza reconocida como natural ya no es sobrenatural, ni englobante, ni normativa.
Las jerarquías feudales comienzan a desnaturalizarse, a dejar entrever un origen humano, cuando lo sagrado que parecía coronar a las autoridades terrestres comienza a disiparse. La presencia de lo divino, que parecía irradiar a través del poder, el prestigio, el esplendor o la gloria de quienes encarnaban aquí abajo a los más altos poderes, comienza a aparecer como el efecto de una puesta en escena; los signos tangibles de la superioridad de los superiores dejan entrever un aparato ostentoso. En suma, la desnaturalización del orden jerárquico y comunitario se produce cuando se rompe el lazo que cada autoridad parecía anudar con lo divino. Se experimenta simultáneamente la desnaturalización de las costumbres y la desacralización de las autoridades. Ahora bien, a juicio de los hombres que perdían la confianza en sus jerarquías tradicionales, lo divino parecía retirarse de la propia naturaleza (del orden natural del mundo) cuando se retiraba de su organización jerárquica y comunitaria. En ese sentido, la experiencia que se instaura cuando los hombres comienzan a reconocerse como iguales es la experiencia de una desacralización de las autoridades, pero también, al mismo tiempo, una experiencia de des-divinización del orden natural, una experiencia de desencanto del mundo. Cuando las autoridades se desacralizan, es el orden natural el que se despoja de toda presencia sobrenatural, es el mundo el que se aparta del más allá, es lo visible lo que se despega de lo invisible.
Bajo el efecto de la desdivinización del mundo, de un desencanto o de una desacralización del aquí abajo, la experiencia de lo divino, del más allá, al menos como resulta experimentada por la sensibilidad colectiva, o tal como se explicita en el seno de la opinión común, se modifica profundamente.
Por primera vez se convierte, en el sentido estricto de la expresión, en una experiencia del más allá. A partir de que no se encuentra más empíricamente aquí abajo, el más allá es comprendido o experimentado de entonces en más, como más allá: como más allá del mundo donde vivimos. El mundo del más allá, se retira más allá del mundo en el seno del cual vivimos, más precisamente, más allá del mundo de la humanidad, más allá del único mundo del que los hombres pueden tener experiencia. A partir del momento en que deja de ser experimentado como un mundo que se refleja y manifiesta en nuestro mundo, el más allá deja de ser experimentado como parte de un mismo todo. Al mismo tiempo, nuestro mundo, el mundo de la humanidad, deja de ser percibido como un aquí abajo, puesto que ya no existe más que éste mundo. ¿Es necesario concluir que el más allá comienza a borrarse de la experiencia humana a partir del momento en que las jerarquías se desnaturalizan?
La des-divinización del mundo no implica en absoluto la desaparición de la experiencia del más allá, ni la disipación del sentimiento religioso, sino que implica ciertamente una profunda transformación de las creencias religiosas. Se difunde entre los fieles la idea de que el más allá se encuentra más allá del mundo, que, para hablar con propiedad, lo invisible es invisible y que, en consecuencia, Dios escapa por principio a cualquier conocimiento humano. La recusación del argumento de la autoridad, que parecía tan peligrosa en el siglo XVI, cuando fue erigida a la categoría de principio por Descartes, penetra en las costumbres en el transcurso del siglo XVIII; asimismo la idea de que no se puede conocer a Dios, que es expresada por Kant y Fichte, se introduce en el corazón de la opinión común y se convierte en una idea incorporada desde comienzos del siglo XIX. Debido a que el más allá se experimenta como un más allá, la presencia de lo divino, como una presencia invisible o como una ausencia sensible, se vuelve evidente a la vista del creyente que nada de lo que es divino puede ser humanamente conocido y entonces la religión se convierte en una experiencia no racional –irracional-. Tal vez la experiencia moderna del mundo, instaurada por las relaciones de igualdad que los hombres comenzaron a establecer unos con otros, abrió una vía hacia una experiencia del más allá como más allá (como más allá del mundo), y a partir de entonces hacia una relación con el más allá que estuviera liberada de la fascinación/admiración con respecto a lo sagrado, despojada de las mediaciones sensibles destinadas a asombrar. Tal vez la religión, en este sentido, como experiencia del más allá, lejos de estar al comienzo de los tiempos en el mundo arcaico, lejos de desarrollarse de la manera más perfecta en el seno del mundo primigenio, sólo nació bajo una forma explícita a comienzos de la época moderna, cuando la experiencia del más allá, como un más allá, incitó a pensar a Dios sin concebirlo a partir del mundo.
Cuando el mundo comienza a desdivinizarse, a despojarse de toda presencia sobrenatural, el orden jerárquico y comunitario se desnaturaliza y, por eso mismo, la tradición comienza a aparecer como una simple tradición, las costumbres, como simples costumbres, como modos habituales de vivir, que son contingentes o convencionales. A partir de entonces, el orden natural y el orden de la vida en conjunto se escinden en dos órdenes radicalmente distintos y profundamente heterogéneos. Por una parte, un orden, el orden de la vida en conjunto, que surge a la existencia bajo el efecto de la acción humana, que no se cumple por sí mismo, que se mantiene mediante una actividad constante de sus miembros, en suma, que depende fundamentalmente de los hombres que lo componen, de sus acciones, decisiones, iniciativas, acuerdos. Por otra parte, un orden -el orden natural- que, en oposición al orden de la vida en conjunto (pero al igual que el orden natural tal como se imponía antes de que el orden jerárquico y comunitario se disociara) continúa manteniéndose inconmovible, realizándose por sí mismo, siendo lo que debe ser independientemente de lo que decidamos o queramos. A partir del momento en que el orden natural se encuentra radicalmente disociado del orden de la vida en conjunto, la naturaleza aparece desde entonces en más como
objetiva, exterior. Deja de ser experimentada como algo englobante. La idea de conocerla sistemáticamente y de dominarla mediante la técnica puede cobrar sentido.
A partir del momento en que el orden jerárquico y comunitario se disocia del orden natural, el orden que surge como natural deja de aparecer como normativo, pues era normativo en la medida en que el orden natural del mundo englobaba un orden jerárquico y comunitario. A partir del momento en que la naturaleza se circunscribe a un domino objetivo, exterior a las maneras humanas de vivir, deja de decirles a los hombres lo que son esencialmente o lo que deben ser. Se vuelve extrañamente silenciosa. La naturaleza que los hombres empiezan a experimentar cuando comienzan a tratarse como iguales pierde progresivamente su dimensión normativa y, en consecuencia, las normas reconocidas como normas se despojan poco a poco de toda dimensión natural.
LA EXPERIENCIA DEMOCRÁTICA DE LO HUMANO
Cuando las jerarquías se desnaturalizan, cuando las autoridades se desacralizan, cuando los lazos comunitarios se aflojan, se instaura una nueva experiencia del mundo, en la medida en que los hombres experimentan una disociación con el mundo y el más allá, con la naturaleza y la norma y, en el seno mismo del mundo, se produce una disociación entre el orden natural y el orden de la vida en conjunto. Ahora bien, esa nueva experiencia del mundo, que es indisociablemente una nueva experiencia de la naturaleza, del más allá, del tiempo, del poder, está vinculada con una experiencia nueva de nuestra humanidad, de sí mismo, del otro.
Cuando el orden jerárquico y comunitario se desnaturaliza, cuando el orden del mundo se desdiviniza, las cualidades de nacimiento que conferían un rango, que implicaban privilegios y obligaciones, que imponían modos de vida particulares, dejan de aparecer como esenciales o como normativas: ya no indican lo que somos esencialmente ni lo que debemos ser naturalmente. Las cualidades se imponen todavía como naturales, como pertenencias de nacimiento, tal como la pertenencia a una raza, a un sexo, a una especie, pero ya no aparecen como esenciales (constitutivas de lo que somos esencialmente), ni como normativas (ya no dicen cómo debemos vivir). Las maneras habituales (las costumbres, los hábitos, la tradición) ya no aparecen como reveladoras de lo que somos, sino que aparecen como diversas maneras circunstanciales de existir y de coexistir, como diversas maneras particulares que dejan entrever un origen humano. La humanidad que existe en cada uno comienza a hacerse sentir como más fundamental que cualquier cualidad particular, como constitutiva de lo que somos esencialmente. Ya ninguna pertenencia aparece como esencial, como no sea la pertenencia a la humanidad, y sin embargo la humanidad universal que es experimentada como esencial no es sentida como natural. No se impone como si le estuviera dada a cada uno como una naturaleza: lo que cada uno es y debe ser esencialmente en tanto ser humano no se cumple ni se muestra a través de las maneras naturales de vivir. La humanidad que se encuentra en cada uno se desnaturaliza y, por eso mismo, se oculta. A partir del momento en que la humanidad es sentida como más original que cualquier pertenencia particular, como la fuente de las maneras humanas de vivir, comienza a imponerse la idea de una autonomía del hombre como tal y, por eso mismo, comienza a hacerse sentir imperativamente la obligación de tratar al otro como ser humano, es decir, como a un ser autónomo. Mientras que las maneras habituales aparecen como simples costumbres, como surgidas de una tradición entre otras, la obligación de tratar a todo ser humano como a un ser humano, “nunca como a un simple medio, sino siempre como a un fin”, según la expresión de Kant, por más inasible que sea, por más desprovistos que nos deje cuando debamos actuar concretamente, viene a imponerse inmediatamente (previo a todo cálculo, a todo razonamiento) como un principio que trasciende todos los usos, todas las convenciones, todas las leyes positivas. No surge de una costumbre o de una tradición, no proviene de una convención o de una ley positiva, proviene de más arriba que cualquier decisión humana, trasciende toda voluntad individual o colectiva y, sin embargo, se aparta de toda revelación religiosa. La moral como moral pura surge en la medida en que se corta de todo fundamento religioso y, simultáneamente, trasciende las costumbres, los hábitos, las convenciones, las decisiones de los individuos o de las colectividades. La experiencia de una escisión entre el mundo y el más allá, correlativa de la experiencia de una escisión entre lo natural y lo normativo, implica la experiencia de una escisión, en el seno mismo de lo normativo, entre, por una parte, las normas contingentes, modeladas por las costumbres, los hábitos, las convenciones, las leyes positivas y, por otra, la Ley como imperativo que precede a cualquier consideración utilitaria, calculadora, que no se deduce de algún razonamiento teórico, que surge de la pura moral, que viene de una humanidad que trasciende a cada hombre, la obligación de respetar lo humano como un fin. La experiencia de la humanidad del hombre, que se instaura cuando los hombres comienzan a sentirse y a quererse iguales y autónomos, es una experiencia no religiosa del más allá: es la recepción de un imperativo que no emana de una tradición, ni de una convención ni de una decisión, ni de un poder.
Decir que la ley moral como tal (la ley moral independiente de cualquier fuente religiosa y separada de las normas contingentes) se impone imperativamente (previo a cualquier cálculo, a cualquier razonamiento, a cualquier reflexión), significa que la acción moral emancipada de cualquier sumisión religiosa o comunitaria supone una sensibilidad ética a la dignidad de lo humano que existe en cada uno de nosotros. La reflexión moral (cómo actuar en tales o cuales circunstancias, en tal o cual situación determinada) supone el sentimiento moral, la convicción inmediata (no reflexiva) de que no sería lo que soy, lo que debo ser, si me dejara guiar por la búsqueda exclusiva de mis propios placeres. En un mundo dominado por el principio de una fuente divina de la Ley, de un fundamento religioso de las autoridades
legítimas, la reflexión moral supone, por cierto, una sensibilidad ética. Cada uno está animado por la convicción de que no sería él mismo si no fuera fiel a las pertenencias que juzga como esenciales. Pero la sensibilidad ética instituida en régimen aristocrático no es en absoluto una sensibilidad ética con respecto a lo humano como tal. Cuando la idea de autonomía humana se hace sentir, la reflexión moral se arraiga en la sensibilidad a la humanidad que existe en cada uno en tanto ser autónomo, o en la sensibilidad a la dignidad humana ante la cual y por la cual el yo (el yo en tanto yo singular) se sabe inmediatamente responsable. La democratización de las costumbres se encuentra en el origen de una nueva sensibilidad ética, como lo demuestra el nacimiento moderno del sentimiento de piedad ante el ser humano como tal: cuando las costumbres se democratizan, no es sólo la visión de los sufrimientos de ciertos hombres lo que se siente insoportable, sino la visión del sufrimiento de no importa quién, así fuera un extraño, un condenado, un enemigo.
A partir de que las pertenencias consideradas como naturales se traducen a través de las maneras cotidianas, tienden a absorber la propia subjetividad. Por el contrario, los hombres que se consideran iguales, que se sienten y se quieren autónomos e independientes, no experimentan la sensación de ser absorbidos en las pertenencias que los identifican: cada cual se siente irreductiblemente más acá de lo que es. En suma, cada cual se siente -y al mismo tiempo se convierte en- sujeto. Cada cual hace la experiencia de si como sujeto en la medida en que cada uno adquiere la sensación de sí mismo pensando, juzgando, actuando y sintiendo por sí mismo, y no solamente en función de tal o cual pertenencia particular, o según tal o cual inclinación.
Ahora bien, no se habría podido experimentar la desnaturalización de las jerarquías, la desacralización de las autoridades, el aflojamiento de los lazos comunitarios sin la instauración de una experiencia del otro como semejante. Fue preciso, por cierto, que los hombres se trataran como iguales, se consideraran como seres autónomos e independientes los unos de los otros para que pudieran reconocerse los unos a los otros, se descubrieran como semejantes los unos de los otros en tanto hombres. Pero el cuestionamiento de las jerarquías como jerarquías naturales, de la autoridad como argumento último, de las comunidades como englobadoras, ese cuestionamiento no habría podido difundirse a las costumbres, incitar a los hombres a volverse iguales, autónomos e independientes, si cada cual ya no hubiera experimentado tácitamente al otro como semejante en tanto hombre. ¿En qué sentido la experiencia del otro es la experiencia de una similitud?
Los hombres se perciben unos a otros como semejantes cuando se consideran en tanto hombres. Se reconocen los unos en los otros en tanto hombres cuando hacen abstracción de cualquier pertenencia particular. No se reconoce al otro como ejemplar de un modelo ni al miembro de una especie ni al elemento de un género. No le reconoce ninguna pertenencia, y precisamente por esto es universal.
Es aún más universal que cualquier característica empírica. Es más universal que el concepto biológico de hombre. Existir humanamente no es una manera particular de ser un animal, sino más bien una manera de romper con la propia animalidad, la humanidad del hombre no remite a una manera particular de ser un animal, ni a una manera particular de ser un ser vivo, sino más bien a una manera de existir que no se deja absorber por ninguna condición biológica. Existir humanamente no es una manera particular de ser un animal, ni una manera particular de ser un ser vivo, ni una manera particular de ser. En ese sentido, la humanidad del hombre es un universal último. La percepción de lo humano es la percepción sensible de un universal último.
La percepción del otro como semejante no es, para hablar con propiedad, un reconocimiento, no percibe al otro “en tanto que” esto o aquello, entonces la percepción es la recepción de una radical alteridad [alter = otro]. La percepción habitual de las cosas empíricas ignora la alteridad radical en la misma medida en que es siempre una clasificación, un ordenamiento, un reconocimiento: no puedo reconocer algo sin que previamente ya revista un significado; por cierto, puedo percibir una flor que no conozco, que nunca había visto, cuyo nombre ignoro, pero a partir de que veo en ella una flor, la misma es reconocida en tanto flor. Por el contrario, el otro percibido en su humanidad no se deja subsumir bajo un concepto determinado: no es reconocido. Se muestra como radicalmente otro pues aparece como humano en la medida en que no es reconocido, es decir, en la medida en que no se presenta como ya englobado, identificado, particularizado, clasificado, en suma, en la medida en que todas sus pertenencias han sido dejadas de lado. En la experiencia del otro como semejante, el otro no es otro que yo, en el sentido en que el perro es otro que el gato en el género de los mamíferos, o no es otro en el seno de lo mismo. La experiencia del semejante que se instaura cuando los hombres se tratan como iguales es la experiencia de una alteridad que es radical en la medida en que, al igual que la experiencia de lo bello, no es “lógica”, no pertenece al orden del conocimiento.
Ahora bien, lejos de hacer desaparecer al otro en el vacío de una abstracción, el dejar de lado toda particularidad, la puesta entre paréntesis de cualquier identidad de pertenencia, la suspensión de cualquier concepto determinado, es una percepción que no es una generalización, una clasificación, un englobamiento y, por eso mismo, una percepción atenta a la singularización del otro. La percepción del otro en su humanidad, es una aprehensión sensible de un universal último y, sin embargo, está captada por lo singular. No visualiza al otro “en tanto que” esto o aquello, pues no aprehende lo que es (una tal aprehensión sería de entrada una generalización que ocultaría su singularidad), sino que se deja impresionar por quién es. La percepción del otro en su singularidad es la aprehensión de un semejante (el otro es percibido en su humanidad) y el recibimiento del otro como radicalmente otro (diferente a cualquier objeto conocido). Los individuos
se descubren semejantes los unos a los otros (experimentan su radical alteridad) en la misma medida en que se relacionan unos con otros singularizándose.
La experiencia del otro en su singularización, permanece oculta en el seno de las sociedades premodernas en la medida en que sus miembros se perciben “en tanto que” esto o aquello.
Solamente en el seno de las sociedades basadas en el principio de igualdad de los hombres, los individuos pueden ser explícitamente llamados a emanciparse de las autoridades establecidas. Solamente en el seno de las sociedades basadas en el principio de autonomía los individuos pueden entender la Ley moral no como un mandamiento positivo que dicta las conductas, sino como una exigencia puramente formal, como una obligación de actuar libremente. Solamente en el seno de las sociedades basadas en el principio de independencia individual los individuos pueden ser incitados abiertamente a decidir acerca de su propia vida, a tomar iniciativas, en suma, a singularizarse mediante la acción y la palabra.
Sin embargo, los principios de igualdad, de autonomía y de independencia individual también pueden estar en el basamento de una profunda des-singularización de los individuos.
El principio de autonomía enuncia la exigencia formal de pensar y actuar libremente, pensar y actuar por sí mismo. Esta exigencia de autonomía pone en evidencia la experiencia de una escisión del yo: entre un yo empírico inclinado a dejarse guiar, a actuar sin ser el dueño de sus pensamientos ni de sus acciones; y otro yo, un yo como sujeto libre y singular. Tal como lo destacó Kant, el principio de autonomía expresa una exigencia de libertad que no puede hacerse entender por el yo empírico sino como un “debes” que viene desde más arriba que él. Y la exigencia de pensar y actuar libremente es estrictamente formal: no ordena nada que no sea encontrar o inventar un camino, una manera que permita al yo no empírico poder reconocerse como libre, como yo singular, en su pensamiento o en su acción. Ahora bien, los individuos desde que reniegan de su autonomía en nombre de sus arbitrarias inclinaciones, los individuos renuncian a la facultad de pensar y actuar por sí mismos. Cuando la autonomía del hombre se confunde con lo arbitrario del individuo o lo arbitrario de las comunidades, entonces ya no se hace lugar a la singularización, a lo humano, a la autonomía.
¿Cómo los individuos singulares aparecen cuando su des-particularización los singulariza y, por eso mismo, los abre a su humanidad universal?
Tal vez el examen de obras que, a comienzos de la época moderna, tratan de traducir una experiencia nueva del mundo y de nuestra humanidad pueda apuntalar la idea de que lo humano puede revelarse en la singularización.

B LA REPRESENTACIÓN DEL INDIVIDUO EN LA PINTURA

La transformación en la manera de pintar, que permite introducir al individuo en la imagen, se opera ante todo en la miniatura. Esta, destinada al uso privado de quien la encargaba, goza de una mayor libertad en relación con las reglas tradicionales que regían la pintura destinada a los lugares públicos, iglesias o palacios. Entre los grandes mecenas de fines del siglo XIV y comienzos del XV, se destacan dos personajes vinculados con la corte de Francia: Jean, duque de Berry y su sobrino, Philippe, duque de Borgoña. Los pintores ilustran para ellos algunos manuscritos en los que se despliega la nueva manera de representar el mundo (Les tres riches heures du duc de Berry [Las muy ricas horas del duque de Berry] es el más famoso de ellos). El primer gran cambio consiste en que la imagen muestra lo que se ve. Si el calendario de las Muy ricas horas representa, en febrero, a los campesinos calentándose al fuego y a la casa cubierta de nieve, no se debe a que los campesinos o la nieve tengan un significado teológico preciso. Se debe a que las cosas ocurren de ese modo en el país, en ese momento del año. Si en la miniatura correspondiente a octubre se ven urracas y cuervos picoteando los granos, o a algunos caminantes charlando frente al palacio, esto no se incluye como demostración doctrinal: esos temas están porque de esa manera se vive en ese lugar, en ese momento.
Pues bien, dado que sólo los individuos se ofrecen a los sentidos, mostrar lo visible es también mostrar lo individual. La percepción humana, a su vez, se sitúa en el tiempo. Los miniaturistas de la época descubren las huellas e del tiempo: el ciclo anual, en el calendario, y también el ciclo diario. En esas imágenes se comienza a representar no ya los objetos en sí mismos, sino esos objetos iluminados por una cierta luz, variable según las horas del día. Por primera vez en la historia de la pintura europea, se mostrará, pues, la nieve (ciclo anual) o la sombra proyectada por los objetos o las personas (ciclo diario). A esto se agrega el ciclo de la vida: mientras que una visión intemporal muestra los personajes en, una edad ideal, la juventud o la madurez, ahora se ven las huellas del paso del tiempo, las arrugas, los rostros demacrados. Ciertos gestos, más que otros, indican su necesaria inscripción en un desarrollo temporal, tanto en el movimiento como en la quietud. Ahora bien, las personas en movimiento hacen un ingreso masivo en las imagenes de la época. Los pies se alzan del suelo:permanecen así un instante antes de posarse de nuevo, y ese instante es lo que queda representado. Una ilustración muestra lo que probablemente sea la primera sonrisa de la pintura europea: la sonrisa, otro estado transitorio que no dura más que un instante.
Los personajes clave del imaginario cristiano, Jesús, María y los santos, pueden ser representados como la encarnación de una esencia o bien como individuos particulares: éste es el camino que seguirán los miniaturistas del siglo XIV. Más que a Jesús reinando en el cielo por toda la eternidad, se dedican a los momentos más humanos de su existencia: su nacimiento, su primera infancia. Se nos mostrará a José mientras le calienta la sopa o le corta la ropa. O su pasión, cuando sufre como un hombre antes de triunfar como Dios. El nacimiento de sus allegados, María o San Juan Bautista, da lugar a verdaderas escenas de género: se ven, por ejemplo, a las prudentes mujeres probando el agua del baño para asegurarse que la temperatura sea la adecuada. José, santo particularmente cercano a los hombres comunes, será abundantemente representado.
Algunos pintores flamencos, en particular Robert Campin y Jan Van Eyck, transpondrán los descubrimientos de los miniaturistas al campo de la pintura y al mismo tiempo los sistematizarán. Una Navidad de Campin muestra un paisaje específico, característico -es preciso señalarlo-, más de Flandes que de Belén, pero ¿acaso la devoción moderna no ha establecido que Jesús y María viven en el mismo mundo que los campesinos flamencos del siglo XV? El mismo cuadro también muestra la vaca y el asno, que se parecen a una vaca y a un asno tal como se los puede ver en un prado o en el establo que queda detrás de la casa. Los comederos de los establos, precisamente, están en ruinas, como a menudo lo están en el mundo real. José y los pastores se parecen a los habitantes de la región. En otros cuadros, la Virgen es representada, a su vez, como joven flamenca en su habitación, José como carpintero que trabaja en su taller.
Campin es, asimismo, uno de los primeros pintores que produce retratos individuales de personajes que no ocupan un primer rango social, aquel donde la unicidad de la persona queda asegurada por la distinción otorgada a su estatuto. Robert de Masmines, un caballero de la corte del rey Felipe, es mostrado sin ninguna idealización: no es el tipo de noble caballero lo que se pinta: es un individuo particular, de rasgos comunes y vulgares. Los retratos de un gentil hombre y de una dama dan testimonio de la misma preocupación por los detalles individuales; el hecho de que no conozcamos el nombre de los modelos demuestra que el retrato ya no se halla reservado solamente para las personas ilustres.
Aproximadamente en la misma época, Jan Van Eyck pinta, a su vez, retratos individuales: de su mujer, de algunos nobles, de un comerciante italiano instalado en Brujas, quizá también un autorretrato. Sus representaciones de Adán y Eva nos los muestran como seres humanos comunes, cercanos a nosotros, con los rasgos trabajados por el tiempo. La atención por los detalles particulares es llevada en este caso al extremo: Van Eyck pinta hasta el menor pelo del perrito, hasta el más ínfimo reflejo sobre una fruta.
Junto a individuos devenidos en objeto legítimo de representación se levanta ahora un individuo-tema: el pintor. Desde el siglo xiv, los artistas que pintaban miniaturas indicaban su nombre en una página cercana. Desde comienzos del siglo xv comienzan a dominar la representación en perspectiva, la que sugiere que el pintor -y, en consecuencia, el espectador- se mantiene en un punto preciso del espacio, que dispone de una visión solamente parcial, incluso deformante del mundo. Ciertos artistas se representan a sí mismos esquemáticamente en los márgenes del libro.
Esa intervención del individuo-pintor se fortalecerá significativamente en la obra de Van Eyck. Este firma sus cuadros, a veces agrega su divisa en el cuadro o tambien se representa a sí mismo reflejado en una superficie, o en un espejo, en el interior del cuadro. No sólo sus composiciones parecen organizadas a partir de un cierto punto de vista, sino que además Van Eyck no hace coincidir el espacio representado y el espacio del cuadro, de manera que una ventaña, o un recipiente, o un mueble, podrán ser cortados por el encuadre: el mundo objetivo y su visión subjetiva no se confunden y esa falta de coincidencia expresa como resultado la singularidad del pintor y de su obra, su inscripción en un tiempo y en un espacio únicos.
Finalmente, los miniaturistas y pintores del siglo xv, que dominan bien las lecciones técnicas de sus predecesores, aprecian asimismo la innovación. Los mecenas buscan conseguir los servicios exclusivos de tal o cual pintor, cuya gloria atraviesa las fronteras con rapidez. Las invenciones de los pioneros son rápidamente imitadas, los discípulos procuran distinguirse mediante proezas técnicas, ya que no se satisfacen con el solo sometimiento a la tradición.
A partir de mediados del siglo xv, el movimiento es general e irreversible: el mundo individual, y los individuos humanos en particular, se introducen masivamente en la representación pictórica. No la abandonarán hasta poco antes de fines del siglo xix.
Este rápido recorrido por la pintura incita a volver sobre varias cuestiones que conciernen a la evolución del pensamiento filosófico así como a la de la pintura europea.
En primer lugar, se podrá observar que la pintura participa activamente en la historia del pensamiento, que es en sí misma pensamiento, contrariamente a lo que sugiere una atención exclusivamente reservada a la transformación de sus características formales. La pintura piensa sin necesidad de seguir las ideas formuladas en otra parte. Campin y Van Eyck preceden a Erasmo en cien años, a Montaigne en ciento cincuenta. Nicolás de Cusa les es contemporáneo, pero parece haber aprendido de los pintores, antes que éstos de él. La pintura piensa no sólo codificando un significado preestablecido, sino por las propias modalidades de la representación.
Al colocar la representación pictórica en el marco de una historia del pensamiento, se advierte que la gran ruptura -el descubrimiento del individuo- se produce en la primera mitad del siglo xv, en el norte de Europa: en Flandes, Borgoña y Francia. Esa ruptura da sentido a lo que llamamos Renacimiento: éste no consiste sólo en el redescubrimiento del arte antiguo y no se limita a los cambios ocurridos en Italia. El advenimiento del individuo es irreversible, pese a que la historia de dicho advenimiento no prosiga luego de manera lineal y homogénea. Asistimos a una progresiva humanización de lo divino (el autorretrato de Durero en Cristo, de 1500, es uno de los testimonios más elocuentes al respecto), que será seguida, a partir del siglo xvii, por una cierta divinización de lo humano.
Hay que agregar que ese descubrimiento del individuo no significa de ninguna manera el triunfo de un individuo aislado de los demás, reducido a lo arbitrario de una subjetividad. Por el contrario: como también lo sugería Nicolás de Cusa, por diferentes caminos se puede llegar al mismo objetivo, ya que la subjetividad no excluye la comunidad. Esos pintores del Renacimiento no sólo comparten siempre el mismo marco mental y los mismos códigos de interpretación: se sitúan además dentro de la doctrina cristiana y no olvidan el significado convencional de tal o cual objeto o gesto. Pero también se refieren a un mundo común, visible por todos y representado por sus cuadros. El humanismo que aportan esos cuadros no es un individualismo.
Al acordar ese privilegio al individuo y a lo visible, a partir del Renacimiento la pintura suscita un problema cuya formulación clásica se encuentra en Pascal: "Qué vanidad que la pintura atraiga la admiración por la semejanza con las cosas que no son admiradas en sus originales". Si representar el mundo es hacer su elogio. Ese elogio del mundo y de sus encarnaciones individuales, inherente a la pintura representativa, es un pensamiento en acción. La pintura, elogio del individuo, a su manera le dice sí al mundo visible en su totalidad, lo que corresponde a una cierta filosofía, a pesar de que no sea la de Pascal.