El tiempo gran escultor - Marguerite Yourcenar Sobre unas líneas de Beda el Venerable Comienza un nuevo ciclo; a través de las últimas hojas secas del anterior otoño despuntan como dardos los primeros tallos verdes. Nos encontramos en ese período durante el cual se derriten las nieves y el viento se hace agrio, cuando un cristianismo casi nuevo todavía, importado de Oriente por mediación de Italia, lucha en las regiones del Norte contra un paganismo inmemorial, se insinúa como el fuego en un viejo bosque donde se acumulan las ramas secas; nos hallamos al alba tempestuosa del siglo VII. Las palabras más sorprendentes que hasta nosotros han llegado relativas al paso de una a otra fe, de los dioses a un único Dios, lo hacen por mediación de Beda el Venerable, quien las apuntó a más de cien años de distancia, probablemente en su monasterio de Jarrow en donde, rodeado de un mundo en caos, componía en latín su gran historia de las instituciones cristianas de Inglaterra. Las pronunció un thane (que es tanto como decir un jefe o un noble) de Northumberland, perteneciente al poderoso grupo sajón mestizo de celta que, por aquellos tiempos, ocupaba el norte de la isla británica. La escena transcurre en los alrededores de York, donde los edificios de la antigua Eburaco -capital romana que vio morir a Septimio Severo- se hallaban aún en el primer estadio de su existencia de ruinas, aunque probablemente, al thane y a sus contemporáneos ya les parecían situadas en una antigüedad intemporal. Hacía alrededor de doscientos años que el emperador Arcadio, en un manifiesto dirigido a los habitantes de Gran Bretaña, les había anunciado que las legiones volvían a pasar el mar, dejándolos solos para defenderse contra los invasores. Desde entonces, se las habían arreglado como podían. Beda puso en latín las palabras del thane; aún habrá de pasar siglo y medio o poco menos para que Alfredo el Grande, en los momentos que le deje libres su lucha contra los invasores daneses, retraduzca ese texto a un inglés todavía muy próximo al antiguo islandés y a las diversas hablas germánicas pero que, entretanto, y gracias a la adopción del alfabeto latino, ha accedido ya a la dignidad de lengua escrita y tiene un hermoso porvenir por delante. Si yo me tomo el trabajo de anotar estos trastoques língüísticos es porque pienso que hay muy pocas personas que se percaten de hasta qué punto la palabra humana nos llega del pasado por etapas sucesivas, a trompezones, carcomida de malentendidos, roída de omisiones y con añadidos incrustados, gracias únicamente a ciertas personas como Beda el contemplativo o Alfredo el hombre de acción, que intentaron, dentro del desorden casi desesperado de los asuntos del mundo, conservar y transmitir aquello que, en su opinión, consideraban digno de serlo. El breve discurso del thane como veremos más adelante, merecía con toda seguridad ser transmitido. Edwin, rey de Northumberland y por entonces el príncipe más poderoso de la Heptarquía británica, acababa de recibir a un misionero cristiano que le pedía su permiso para evangelizar el territorio. El rey convocó a su consejo. Como corresponde, el gran pontífice de las divinidades locales, un tal Coif, fue invitado el primero a exponer su opinión. El lenguaje de aquel prelado fue más cínico que teológico: «Francamente, rey -vino a decir-, desde el tiempo en que sirvo a nuestros dioses y presido los sacrificios, jamás fui más favorecido por la suerte ni más dichoso que los demás hombres que no rezan, mis súplicas muy pocas veces fueron escuchadas. Por tanto, doy mi aprobación para que acojamos a otro dios mejor y más fuerte, si es que lo hay.» El sacerdote había hablado como un pragmático; el jefe de clan que luego tomó la palabra habló como un poeta y un visionario. Llamado a dar su opinión sobre la introducción en Northumberland de un dios llamado Jesús, aquel thane cuyo nombre ignoramos amplió, por decirlo así, el debate: «La vida de los hombres en la tierra, ¡oh rey!, si la comparamos con los vastos espacios de tiempo de los que nada sabemos, se parece, en mi opinión, al vuelo de un pájaro que se introduce por el hueco de una ventana dentro de una espaciosa estancia en la que arde un buen fuego en el centro, que calienta el ambiente, y en donde tú estás comiendo junto a tus consejeros y ligios mientras afuera azotan las nieves y lluvias del invierno. Y el pájaro cruza rápidamente la gran sala y sale por el lado opuesto: regresa al
invierno y se pierde de tu vista. Así ocurre con la efímera vida de los hombres, pues ignoramos lo que la precede y lo que vendrá detrás...» La conclusión del thane coincide con la del pontífice: ya que nada sabemos, ¿por qué no acudir a los que acaso sepan? Semejante punto de vista es propio de un espíritu abierto; lleva a aceptar ciertas verdades o hipótesis sublimes pero también, en o casiones, a admitir la impostura y a caer en el error. No sabemos cómo opinarían los demás miembros del consejo, pero aquellas dos voces impusieron su criterio. El monje agustino fue autorizado a predicar el cristianismo en los territorios de Edwin. Esta decisión que, de todos modos, hubiera acabado tomándose por hallarse en los aires de la época y aunque los consejeros del rey se hubieran pronunciado en contra, se hallaba preñada de unas consecuencias que aún hoy nos atañen: llevaba dentro de sí la isla monasterio de Lindisfarne, refugio de paz y de saber en tiempos revueltos, hasta el día en que unos vikingos hundirán su hacha en el cráneo de los monjes; nos dio la catedral de York y la de Durham, la de Ely y la de Gloucester; a Santo Tomás de Canterbury, asesinado por los caballeros de Enrique II y las ricas abadías que expoliará Enrique VIII; el catolicismo de María Tudor y el protestantismo de Isabel, y de ambas partes los mártires; trajo consigo millares de tomos de sermones y prédicas más algunos escritos místicos admirables como La nube del desconocimiento y Las revelaciones de Juliana de Norwich, las homilías de John Donne, las meditaciones de John Law y de Thomas Traherne y en el momento en que escribo estas líneas a católicos y a protestantes matándose unos a otros por las calles de Belfast. La Inglaterra de Edwin sale de su Edad de Bronce para entrar en la comunidad europea que, por aquella época era la cristiandad. Tras la llegada y después el abandono de las legiones romanas, la penetración de los frailes procedentes de Roma y, en ambos casos, las ganancias y las pérdidas, un orden nuevo sustituye una vez más al orden antiguo, hasta que ese orden nuevo sea, a su vez, sustituido. Sin duda, muchos de entre nosotros nos hemos preguntado a veces cómo se habría operado aquella especie de relevo de dioses, qué clase de agitaciones o angustias lo habían precedido o habrían nacido del mismo, o también qué anhelos habría suscitado. Por lo menos en el caso que anotó Beda el Venerable vemos actuar, como al descubierto, en uno de los opinantes, al más tosco cinismo aderezado tal vez con cierto amor a la novedad por sí misma (ese defecto no es únicamente de hoy) y seguramente acompañado de una viva afición a los bienes materiales que podría aportar el nuevo dios. En el otro orador -cuyo estilo poético nos gusta mucho más- se abre paso un escepticismo profundo que es también un profundo escepticismo, pero dicho orador confía en aquellas luces que pudiera aportar alguien que dice saber. No se puede, bien es cierto, generalizar sobre este único ejemplo: esto es, al menos, lo que un piadoso cronicista nos cuenta sobre la conversión del rey Edwin y de sus vasallos. La frivolidad que suele presidir casi siempre los asuntos humanos no estuvo, al parecer, ausente de ésta. Si bien las consecuencias remotas de esta decisión fueron grandes, los resultados inmediatos nos dejan perplejos. El gran sacerdote Coif -modelo por excelencia del renegado que trata de hacer méritos- galopó hasta el templo en donde prestaba sus servicios y rompió todos los ídolos, privando así a los museos del futuro de algunas de aquellas estatuas apenas desbastadas, cuya piedra sube, por decirlo así, a la superficie y suprime la tosca forma humana, como si el dios representado de este modo perteneciese más al mundo sagrado que al mundo humano. Menos de tres años más tarde, Edwin el converso murió en el campo de batalla a manos de un príncipe pagano; es muy posible que su ex gran sacerdote y su thane melancólico fueran asesinados junto con él. No insinúo que, de haber seguido fieles a sus antiguos dioses, hubieran podido seguir con vida. Más bien deseo creer que las potencias de arriba tenían interés en significar con ello que quienquiera que abrace una fe con esperanzas de obtener ventajas materiales y no por los bienes espirituales que procura, hace un flaco negocio. A la distancia que de ellos nos separa, ignoramos si esos bienes espirituales les fueron o no otorgados a Edwin y a sus ligios
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