ESCUELA DE ARTES VISUALES REGINA PACIS 1º año Profesorado y Tecnicatura
Materiales de trabajo realizados a partir del libro: El nacimiento del individuo en el arte. Buenos Aires: Nueva Visión, 2006
A “El nacimiento del individuo moderno” por Robert LEGROS [pp. 63-102]
B “La representación del individuo en la pintura” por Tzvetan TODOROV [pp. 9-22]
EL NACIMIENTO Y DEL INDIVIDUO MODERNO
¿Un nacimiento del individuo en la época moderna? En cierto sentido, toda sociedad humana está compuesta por individuos. Desde que los seres humanos son tales, se reconocen unos a otros, se distinguen unos de otros, se atribuyen cualidades propias, se identifican personalmente, en suma, actúan, se consideran y se perciben como individuos. Sin embargo, la sociedad moderna se compone de individuos de un nuevo género. En efecto, las personas se convierten en individuos en un sentido inédito de la expresión, incluso en el propio sentido de la expresión, cuando llegan a considerarse y a tratarse unos a otros como iguales, como seres autónomos e independientes unos de otros. Este cambio de las relaciones humanas que se halla en el origen de la democracia, nació en los albores de la época moderna. El humanismo da testimonio del mismo. Lo mismo hace el arte del Renacimiento: obras plásticas, literarias y musicales de los siglos XV y XVI dan forma a una nueva figura de la humanidad, anuncian el advenimiento de una nueva manera de experimentarse el ser humano como individuo singular.
Cuando el principio jerárquico se encuentra en la base del vivir-juntos, las características que implican un rango son, en principio particularidades de nacimiento, aparecen como naturales y por lo general son entendidas como esenciales: se considera que determinan la naturaleza y la esencia de aquellos a los que identifican.
Cada cual se halla incitado e inclinado, a comportarse y a manifestarse según sus propiedades de nacimiento: como miembro de tal o cual clase, de tal o cual religión, de tal o cual sexo, de tal o cual etnia, de tal o cual familia, clan o tribu, de tal o cual nación. Cada cual debe presentarse según lo que representa y conducirse según su rango. Entonces, en la vida cotidiana, el otro no aparece simplemente como otra persona, sino también en tanto esto o aquello. Es decir, como ya englobado. Lo que significa que el individuo, en el sentido antiguo, es habitualmente percibido como un individuo esencialmente particular [en el sentido de parte de…].
La individuación moderna, generadora de las relaciones democráticas, supone una impugnación colectiva de las jerarquías consideradas como naturales, del argumento de autoridad, de los lazos de dependencia personal. Semejante impugnación supone individuos que se encuentran animados por la sensación de su igualdad, de su autonomía, de su independencia. En consecuencia, supone hombres habituados a percibirse independientemente de su rango, de sus pertenencias, de sus funciones. En suma, la individuación moderna está vinculada con el surgimiento, en el seno mismo de la vida de todos los días, de una experiencia del otro como semejante. El otro no aparece simplemente en tanto esto o aquello, sino también, en primera instancia, independientemente de cualquier pertenencia. Es decir, como ya desenglobado. Lo que significa que el individuo, en el sentido moderno, es percibido como un individuo esencialmente singular. Más precisamente, como un individuo esencialmente singular en tanto humano.
Por supuesto, los individuos se singularizan en cualquier sociedad humana. Pero en el seno de las sociedades basadas en el principio jerárquico, en las llamadas sociedades aristocráticas, la singularización de cada individuo, por lo general, es encubierta: cada uno está obligado a ajustarse a lo que es, se ve impulsado a inclinarse por un comportamiento según su pertenencia a tal o cual rango o función y esa pertenencia es considerada como natural y esencial. Entonces, la singularización se interpreta como un desvío, como la consecuencia de un extravío. A menos que sea el producto de un ser excepcionalmente superior. La singularización, el salirse del orden, de la ley demuestra una voluntad pervertida, un alma desnaturalizada, una corrupción: la del héroe testimonia su excelencia, sus virtudes, un alma fuera de lo común, una nobleza personal. La singularización democrática, por el contrario, no está reservada a seres que se distinguen de una manera excepcional, tanto para el bien como para el mal. Sugiere una enigmática fusión de lo universal con lo singular. El hombre moderno nace cuando la singularización aparece como reveladora de lo humano. El humanismo deja entrever esa nueva idea: la humanidad del hombre (la esencia del hombre) reside en la singularización, por lo tanto, en una existencia que se escapa de toda pertenencia, que precede a cualquier función, que sale de cualquier clasificación, o de cualquier identificación.
El individuo des-englobado, inclasificable, ¿acaso no se convierte necesariamente en un individuo aislado, en un individuo deshumanizado? El individuo des-particularizado, ¿acaso no desaparece irresistiblemente en el vacío de una abstracción? El individuo despojado de los signos distintivos que lo identificaban, ¿acaso no aparece simplemente como el miembro de una especie animal? ¿Cómo es que la humanidad del hombre puede surgir de una des-particularización, de un des-englobamiento, de un despojamiento? ¿Cómo es posible que lo universal y lo singular se fusionen?
El principio fundador de las democracias modernas, de la individuación moderna, enuncia que todo ser humano tiene, al nacer, el mismo derecho a la libertad, entendida como un derecho a la autonomía, y el derecho a la independencia individual. Ninguna sociedad no moderna está regida por semejante principio. Las sociedades no modernas ignoran o rechazan cualquier principio de igualdad que esté vinculado con la idea de que los hombres son libres en tanto hombres.
Las sociedades no modernas descansan sobre el principio de una desigualdad de nacimiento, o principio jerárquico, vinculado con un principio de heteronomía y un principio comunitario. Sin duda que las filosofías antiguas y diversas teologías monoteístas pudieron forjar y exaltar la idea de la igualdad de los hombres, e incluso la idea de la autonomía del hombre y la idea de la independencia de los individuos. Esto no impide que sólo en el transcurso de la época moderna esas ideas se establezcan como principios del vivir en conjunto. Es cierto que las democracias antiguas se apoyaban en el principio de autonomía, en el principio de igualdad e independencia de los ciudadanos. Pero era en tanto ciudadanos, y no en tanto hombres, que los ciudadanos de las Ciudades democráticas se consideraban como iguales, como individuos autónomos e independientes. Los hombres dan muestras de libertad en cualquier sociedad pero, sin embargo, la idea de que el individuo posee por nacimiento, “por naturaleza”, el derecho a decidir sobre su destino, la idea de los derechos individuales inherentes a todo ser humano, o la idea del hombre como libre en tanto hombre, es una idea que sólo se difundió en el cuerpo social y se convirtió en principio fundador del vivir en conjunto en el transcurso de la época moderna. Por cierto que la explotación del hombre por el hombre y de las nuevas formas de servidumbre se desarrollaron en el corazón mismo de las democracias modernas, pero al menos podían ser denunciadas en nombre de un principio que, suscitó y animó un incesante combate contra la arbitrariedad de las autoridades establecidas y a dar a cada cual el poder de asumir su libertad.
¿De qué modo tal principio, la idea del hombre como libre en tanto hombre, pudo erigirse en un principio de la vida en conjunto? Por cierto que no fue al cabo de una pura reflexión o de una discusión de unos con otros que los hombres llegaron a la conclusión de que debían romper las relaciones jerárquicas que mantenían desde tiempos inmemoriales. No fue por cierto a causa de falta de audacia, por pereza o cobardía, o porque se sintieran naturalmente inferiores, que durante decenas de milenios los hombres atribuyeron un fundamento religioso a los poderes ejercidos por unos sobre otros. No fue seguramente por incapacidad de razonar o de observar los hechos tal como son que los antiguos se dejaban captar por la presencia sensible de lo sagrado. Los modernos no eligieron erigir la igualdad, la autonomía, la independencia individual en principios de la coexistencia humana al cabo de un cálculo o de un razonamiento, o porque finalmente habrían adquirido el valor para pensar y actuar por sí mismos. Sino que es por una experiencia nueva del mundo y de su humanidad cómo los hombres poco a poco llegaron a percibirse como iguales en tanto hombres, a sentirse autónomos, a volverse independientes unos de otros. Y, al mismo tiempo, a individuarse de una manera nueva.
Cuando el principio jerárquico y el principio comunitario dominan las costumbres, estructuran las relaciones humanas, cada cual aparece como englobado en las pertenencias que lo identifican y lo particularizan. Cuando los individuos llegan a reconocerse como iguales, a querer ser autónomos e independientes, emergen de toda pertenencia, se des-particularizan. Es cierto, tal como en Hegel, que el individuo desparticularizado puede desaparecer en el vacío de una abstracción, puede sentir la pérdida de sus identidades, su desparticularización, como la experiencia de una gran pérdida. También es cierto que el individuo que tiende a pensar y a actuar por sí mismo, rápidamente llega a querer encontrar en sí mismo, y sólo en sí mismo, las fuentes de sus juicios, a creerse y quererse el sujeto último de sus pensamientos y de sus acciones, a sentirse libre en tanto individuo arbitrario, a menos que la desaparición de las autoridades visibles suscite en él una desorientación que le empuje a experimentar la atracción de la opinión común. Es cierto, asimismo, que los individuos que se vuelven independientes unos de otros pueden sentirse “atomizados” y, a partir de allí, pueden ser arrastrados a concebir cualquier asociación como si estuviera basada en una limitación de su egoísmo natural. En suma, no hay duda de que el principio moderno de individuación se encuentra en el origen del individualismo. Pues bien, individuos encerrados en el anonimato de su universalidad humana y en lo arbitrario de su subjetividad individual no pueden sino perder el sentido de lo que les permite superarse como hombres: el sentido de su humanidad. Sin embargo, la desparticularización, la desacralización de las autoridades, la independencia individual, son también condiciones para la singularización de los individuos, sin la cual el sentido mismo de lo humano permanece oculto.
La experiencia del mundo y de lo humano, en la que los hombres se descubren como iguales en tanto hombres, como autónomos e independientes en tanto hombres, implicó una descomposición, luego un derrumbe de las representaciones teocéntricas que dominaban la Edad Media y suscitó, al mismo tiempo, la difusión del pensamiento humanista, el auge de la ciencia y de la técnica modernas, una nueva relación con la naturaleza y con el más allá, una renovación de la filosofía.
LA EXPERIENCIA ARISTOCRÁTICA DEL MUNDO
Empecemos por analizar la experiencia del mundo y de lo humano, tal como se daba cuando la jerarquía, la heteronomía y la comunitarización estructuraban las relaciones que los hombres mantenían entre sí y con el mundo.
Una sociedad se rige por el principio jerárquico cuando las jerarquías que la constituyen se imponen como si formaran parte del orden natural del mundo. Parecen legítimas precisamente en la medida en que parecen naturales; las jerarquías no muestran un origen humano. No se les aparecen a los miembros de la comunidad como instituciones humanamente engendradas, sino como si emanaran de una fuente suprahumana o divina. En suma, aparecen como naturales (inscriptas en el orden natural del mundo) en la misma medida en que parecen sobrenaturales (de origen divino). En el seno de una sociedad basada en el principio jerárquico, el orden que estructura las relaciones humanas aparece inseparablemente como natural (independiente de cualquier origen humano) y sobrenatural (de origen divino).
Un orden jerárquico y comunitario parece natural ante la mirada de sus propios miembros en la medida en que cada uno de ellos se sienta colocado en un rango e inserto en grupos, no como consecuencia de un proceso histórico humano, de decisiones humana, de acciones humanas, sino naturalmente.
Cuando el orden jerárquico y comunitario parece natural, indisociablemente se muestra como normativo, pues las jerarquías, las comunidades, las corporaciones que lo constituyen indican a sus miembros al mismo tiempo lo que son (natural y esencialmente) y lo que deben ser; lo que son en razón de sus pertenencias naturales, pero también lo que deben ser en razón de su nacimiento, pero también cómo deben vivir según su rango, su sexo, sus pertenencias grupales: cómo deben conducirse, vestirse, mantenerse, habitar, presentarse, casarse, educar a los hijos, honrar a los muertos, ayudar a los desposeídos, amparar a los extranjeros y tratar a los enemigos. Dado que las maneras de vivir expresan indisociablemente lo que cada cual es y lo que cada cual debe ser, las mismas parecen en sí mismas como naturales y normativas.
Cada cual está obligado a conformarse con lo que es a causa de su nacimiento, debe aplicarse a ser lo que es: se establece una identidad entre la naturaleza y la norma, entre el ser y el deber ser.
Cuando el orden jerárquico parece indisociablemente natural y englobador, se impone como un orden indisociablemente natural y sobrenatural. Parece natural en el sentido de que es independientemente de nosotros y parece sobrenatural en el sentido de que se considera que el origen de la Ley o el basamento de las normas son sobre-humanos. El principio jerárquico implica al principio de heteronomía.
Cuando la jerarquía es el principio de la vida en común, ninguna autoridad humana, ningún poder humano es percibido como fuente de la ley. El poder no es concebido como el poder de crear leyes, sino como un poder encargado de asumir el mantenimiento y la preservación de una Ley proveniente de más arriba. Toda autoridad tiene por misión la de asegurar el respeto de un orden del mundo, de una Ley de origen divino, pero nadie recibe esta misión de un poder humano.
En tanto mediadora entre el más allá y el aquí abajo, la autoridad reconocida como legítima se impone indisociablemente como un poder natural y sobrenatural: su palabra deja escuchar la voz de los poderes sobrehumanos. Asimismo, sólo puede ser abordada con cuidado, respeto y deferencia. Se considera la desobediencia a la autoridad legítima como un atentado a la propia religión, la crítica al poder como una blasfemia, la falta de respeto frente al orden establecido como una profanación, la puesta en duda del argumento de autoridad como un acto de rebelión.
En el seno de las sociedades basadas en el principio jerárquico, toda autoridad humana reconocida como legítima, ya sea familiar, militar, religiosa, señorial o que se ejerza sobre el conjunto de la comunidad política, se considera mediadora entre el más allá y el aquí abajo, por lo tanto que participa de lo divino: la autoridad resulta sacralizada y debe sugerir su participación en lo divino en su manera de ser y de parecer: debe irradiar, resplandecer, subyugar. Más precisamente, cada autoridad debe irradiar y resplandecer según la estatura de su rango. Cuanto más elevada sea la autoridad, más deben testimoniar su proximidad con los poderes celestes con majestad, con ritos solemnes, con ceremonias esplendorosas. Estas formas, no se perciben como simples formas, sino como manifestaciones sensibles del más allá, como expresiones tangibles de lo divino: la experiencia cotidiana del mundo es la experiencia de una naturaleza sobrenatural, de un mundo divinizado, encantado.
Cuando el principio jerárquico (el principio de heteronomía) prevalece en las costumbres, aquellos que están ubicados en los rangos más bajos, por más baja que sea su condición, quedan en efecto, por principio, vinculados, a través de la jerarquía, a lo divino, a un más allá. Pues al mismo tiempo que separa lo superior de lo inferior, a uno del otro, imponiéndoles modos de vida distintos, al establecer entre ellos diferencias aparentemente naturales, la jerarquía los vincula uno con otro por medio de obligaciones recíprocas: el lazo natural (sobrenatural) que los une no podría romperse sin que esa ruptura amenazara la unidad del mundo.
La sociedad basada en el principio jerárquico es una comunidad compuesta por comunidades o cuerpos, precisamente en la medida en que se halla reunida en un todo mediante lazos que la sueldan al más allá. Lo que significa que la experiencia del orden jerarquizado y comunitario no es sólo una experiencia del orden natural, sino también, indisociablemente, una experiencia del orden sobre natural y ésta experiencia de lo divino es una experiencia sensible de la presencia aquí abajo de poderes sobrenaturales.
En tanto mediador entre el más allá y el aquí abajo, cualquier poder humano es, además, mediador entre el pasado y el presente: está encargado de asegurar el lazo “natural/sobrenatura1” entre el pasado y el presente. Mejor aun: es considerado como el que encarna un lazo “natural/sobrenatural” entre, por una parte, un pasado percibido o experimentado como pasado que inspiraba autoridad, como pasado
revelador y testigo de lo que somos hoy y, por otra, un presente que debe prolongar y perpetuar ese pasado. Los principios de la vida en conjunto no son sólo principios del vivir en conjunto; no sólo rigen una experiencia de la Ley, del poder, de la autoridad, de la norma: también comandan una experiencia de la naturaleza, del más allá y del tiempo. En suma, son la base de una experiencia del mundo.
LA EXPERIENCIA ARISTOCRÁTICA DE LO HUMANO
La experiencia de nuestra humanidad resulta indisociable de la experiencia del mundo. Cuando la experiencia del mundo es la experiencia de un orden natural, normativo, englobador y sobrenatural, la experiencia de sí mismo no puede ser, la experiencia de un “yo” entendido en el sentido moderno de la expresión. Pues cuando las pertenencias que confieren un rango son percibidas como pertenencias naturales y normativas, como pertenencias que revelan lo que son y lo que deben ser aquellos a quienes confieren privilegios y obligaciones, cada cual se encuentra habitualmente animado por esa convicción: lo que me hace ser lo que soy y lo que debo ser, no proviene de mí, sino de mis particularidades de nacimiento. Más explícitamente: en razón de mi inscripción natural/sobrenatural en el seno de un orden que me precede y me trasciende, soy como soy, me manejo como me manejo, pienso lo que pienso, siento lo que siento, quiero lo que quiero, deseo lo que deseo.
La experiencia de si mismo resultan indisociables de la experiencia del otro: percibido a partir de una comprensión previa, el otro aparece como ya investido, revestido de un significado, integrado en un contexto familiar: los hombres aparecen por cierto como individuos: mantienen relaciones individuales unos con otros. Pero se presentan, en primera instancia, como individuos particulares antes que como individuos singulares y, de allí, se aparecen los unos a los otros como individuos personalizados antes que como individuos anónimos y como individuos ordenados antes que como individuos arbitrarios.
Cada individuo se siente inclinado a pensar, a actuar y a sentir como un individuo particular en la medida en que cada uno se siente inclinado a pensar, actuar y sentir según sus pertenencias particulares, en la medida en que cada uno resulta englobado por las pertenencias que lo identifican.
Cada cual se encuentra ordenado en el sentido de que cada cual está destinado a aceptar un orden (una organización y una orden) determinado por una Ley que proviene de lo alto. En la medida en que las sociedades basadas en el principio jerárquico tienden a producir individuos particularizados, personalizados y ordenados, también tienden a reprimir o a disimular la singularización de sus miembros. Pues toda singularización supone una desparticularización.
LA EXPERIENCIA DEMOCRÁTICA DEL MUNDO
Analicemos la experiencia del mundo y de lo humano tal como comienza a instaurarse cuando las jerarquías se des-naturalizan, cuando la autoridad se desacraliza, cuando los individuos comienzan a volverse independientes los unos de los otros.
La igualdad de las condiciones, la autonomía humana, la independencia individual son explícitamente reivindicadas y reconocidas como principios fundadores de la vida en conjunto en el transcurso de la segunda mitad del siglo XVIII y se las ha inscripto en las constituciones surgidas de las revoluciones francesa y norteamericana. Pero se introducen en las costumbres, comienzan a estructurar las relaciones humanas, mucho antes aún de ser reconocidas explícitamente en el seno de un proyecto político. Los hombres comienzan a tratarse como iguales, a actuar de manera autónoma, a volverse independientes los unos de los otros antes de que pretendieran erigir la igualdad, la autonomía y la independencia individual en principios de la vida en común. Su igualación comenzó tácitamente mediante una impugnación de ciertas jerarquías tradicionales; su autonomización se formó poco a poco a través de un progresivo cuestionamiento del argumento de la autoridad; su independencia individual fue emergiendo lentamente por el repudio a ciertos lazos de dependencia personal. La creciente denuncia colectiva de las jerarquías tradicionales, del criterio de autoridad, de ciertos lazos de dependencia personal fue como la faz negativa y visible de la progresiva conquista de la igualdad de condiciones, de la autonomía humana, de la independencia individual. Comenzó a aparecer en el seno mismo de las costumbres, a animar las actitudes cotidianas, a transformar las relaciones de la vida en conjunto desde comienzos de la época moderna. Supone una desnaturalización de las jerarquías, de los lazos comunitarios, una desacralización de las autoridades. Esa desnaturalización, esa desacralización del orden jerárquico y comunitario, está en sí misma ligada al surgimiento, en el seno de la vida cotidiana, de una experiencia del otro como semejante, que se encuentra en el origen de una nueva experiencia del mundo y de lo humano.
Cuando el orden jerárquico y comunitario se desnaturaliza aparece por primera vez a la vista de sus miembros como un orden tradicional e histórico, hecho por los seres humanos. O, si se quiere, la tradición aparece por primera vez como una simple tradición (como una tradición entre otras) y ya no como la transmisión natural de un orden natural del mundo. Y las costumbres aparecen por primera vez como costumbres (como costumbres entre otras) y ya no como prácticas que serían naturales puesto que se ajustan a lo que somos y debemos ser. Al mismo tiempo, la determinación de lo que se considera natural cambia profundamente. Cuando el orden jerárquico y
comunitario se disocia del orden natural (se desnaturaliza), el orden natural del que se disocia, o más bien el orden natural que aparece, ya no se presenta en absoluto como natural en el sentido en que parecía natural antes de la disociación. Aparece como natural, pero la naturaleza reconocida como natural ya no es sobrenatural, ni englobante, ni normativa.
Las jerarquías feudales comienzan a desnaturalizarse, a dejar entrever un origen humano, cuando lo sagrado que parecía coronar a las autoridades terrestres comienza a disiparse. La presencia de lo divino, que parecía irradiar a través del poder, el prestigio, el esplendor o la gloria de quienes encarnaban aquí abajo a los más altos poderes, comienza a aparecer como el efecto de una puesta en escena; los signos tangibles de la superioridad de los superiores dejan entrever un aparato ostentoso. En suma, la desnaturalización del orden jerárquico y comunitario se produce cuando se rompe el lazo que cada autoridad parecía anudar con lo divino. Se experimenta simultáneamente la desnaturalización de las costumbres y la desacralización de las autoridades. Ahora bien, a juicio de los hombres que perdían la confianza en sus jerarquías tradicionales, lo divino parecía retirarse de la propia naturaleza (del orden natural del mundo) cuando se retiraba de su organización jerárquica y comunitaria. En ese sentido, la experiencia que se instaura cuando los hombres comienzan a reconocerse como iguales es la experiencia de una desacralización de las autoridades, pero también, al mismo tiempo, una experiencia de des-divinización del orden natural, una experiencia de desencanto del mundo. Cuando las autoridades se desacralizan, es el orden natural el que se despoja de toda presencia sobrenatural, es el mundo el que se aparta del más allá, es lo visible lo que se despega de lo invisible.
Bajo el efecto de la desdivinización del mundo, de un desencanto o de una desacralización del aquí abajo, la experiencia de lo divino, del más allá, al menos como resulta experimentada por la sensibilidad colectiva, o tal como se explicita en el seno de la opinión común, se modifica profundamente.
Por primera vez se convierte, en el sentido estricto de la expresión, en una experiencia del más allá. A partir de que no se encuentra más empíricamente aquí abajo, el más allá es comprendido o experimentado de entonces en más, como más allá: como más allá del mundo donde vivimos. El mundo del más allá, se retira más allá del mundo en el seno del cual vivimos, más precisamente, más allá del mundo de la humanidad, más allá del único mundo del que los hombres pueden tener experiencia. A partir del momento en que deja de ser experimentado como un mundo que se refleja y manifiesta en nuestro mundo, el más allá deja de ser experimentado como parte de un mismo todo. Al mismo tiempo, nuestro mundo, el mundo de la humanidad, deja de ser percibido como un aquí abajo, puesto que ya no existe más que éste mundo. ¿Es necesario concluir que el más allá comienza a borrarse de la experiencia humana a partir del momento en que las jerarquías se desnaturalizan?
La des-divinización del mundo no implica en absoluto la desaparición de la experiencia del más allá, ni la disipación del sentimiento religioso, sino que implica ciertamente una profunda transformación de las creencias religiosas. Se difunde entre los fieles la idea de que el más allá se encuentra más allá del mundo, que, para hablar con propiedad, lo invisible es invisible y que, en consecuencia, Dios escapa por principio a cualquier conocimiento humano. La recusación del argumento de la autoridad, que parecía tan peligrosa en el siglo XVI, cuando fue erigida a la categoría de principio por Descartes, penetra en las costumbres en el transcurso del siglo XVIII; asimismo la idea de que no se puede conocer a Dios, que es expresada por Kant y Fichte, se introduce en el corazón de la opinión común y se convierte en una idea incorporada desde comienzos del siglo XIX. Debido a que el más allá se experimenta como un más allá, la presencia de lo divino, como una presencia invisible o como una ausencia sensible, se vuelve evidente a la vista del creyente que nada de lo que es divino puede ser humanamente conocido y entonces la religión se convierte en una experiencia no racional –irracional-. Tal vez la experiencia moderna del mundo, instaurada por las relaciones de igualdad que los hombres comenzaron a establecer unos con otros, abrió una vía hacia una experiencia del más allá como más allá (como más allá del mundo), y a partir de entonces hacia una relación con el más allá que estuviera liberada de la fascinación/admiración con respecto a lo sagrado, despojada de las mediaciones sensibles destinadas a asombrar. Tal vez la religión, en este sentido, como experiencia del más allá, lejos de estar al comienzo de los tiempos en el mundo arcaico, lejos de desarrollarse de la manera más perfecta en el seno del mundo primigenio, sólo nació bajo una forma explícita a comienzos de la época moderna, cuando la experiencia del más allá, como un más allá, incitó a pensar a Dios sin concebirlo a partir del mundo.
Cuando el mundo comienza a desdivinizarse, a despojarse de toda presencia sobrenatural, el orden jerárquico y comunitario se desnaturaliza y, por eso mismo, la tradición comienza a aparecer como una simple tradición, las costumbres, como simples costumbres, como modos habituales de vivir, que son contingentes o convencionales. A partir de entonces, el orden natural y el orden de la vida en conjunto se escinden en dos órdenes radicalmente distintos y profundamente heterogéneos. Por una parte, un orden, el orden de la vida en conjunto, que surge a la existencia bajo el efecto de la acción humana, que no se cumple por sí mismo, que se mantiene mediante una actividad constante de sus miembros, en suma, que depende fundamentalmente de los hombres que lo componen, de sus acciones, decisiones, iniciativas, acuerdos. Por otra parte, un orden -el orden natural- que, en oposición al orden de la vida en conjunto (pero al igual que el orden natural tal como se imponía antes de que el orden jerárquico y comunitario se disociara) continúa manteniéndose inconmovible, realizándose por sí mismo, siendo lo que debe ser independientemente de lo que decidamos o queramos. A partir del momento en que el orden natural se encuentra radicalmente disociado del orden de la vida en conjunto, la naturaleza aparece desde entonces en más como
objetiva, exterior. Deja de ser experimentada como algo englobante. La idea de conocerla sistemáticamente y de dominarla mediante la técnica puede cobrar sentido.
A partir del momento en que el orden jerárquico y comunitario se disocia del orden natural, el orden que surge como natural deja de aparecer como normativo, pues era normativo en la medida en que el orden natural del mundo englobaba un orden jerárquico y comunitario. A partir del momento en que la naturaleza se circunscribe a un domino objetivo, exterior a las maneras humanas de vivir, deja de decirles a los hombres lo que son esencialmente o lo que deben ser. Se vuelve extrañamente silenciosa. La naturaleza que los hombres empiezan a experimentar cuando comienzan a tratarse como iguales pierde progresivamente su dimensión normativa y, en consecuencia, las normas reconocidas como normas se despojan poco a poco de toda dimensión natural.
LA EXPERIENCIA DEMOCRÁTICA DE LO HUMANO
Cuando las jerarquías se desnaturalizan, cuando las autoridades se desacralizan, cuando los lazos comunitarios se aflojan, se instaura una nueva experiencia del mundo, en la medida en que los hombres experimentan una disociación con el mundo y el más allá, con la naturaleza y la norma y, en el seno mismo del mundo, se produce una disociación entre el orden natural y el orden de la vida en conjunto. Ahora bien, esa nueva experiencia del mundo, que es indisociablemente una nueva experiencia de la naturaleza, del más allá, del tiempo, del poder, está vinculada con una experiencia nueva de nuestra humanidad, de sí mismo, del otro.
Cuando el orden jerárquico y comunitario se desnaturaliza, cuando el orden del mundo se desdiviniza, las cualidades de nacimiento que conferían un rango, que implicaban privilegios y obligaciones, que imponían modos de vida particulares, dejan de aparecer como esenciales o como normativas: ya no indican lo que somos esencialmente ni lo que debemos ser naturalmente. Las cualidades se imponen todavía como naturales, como pertenencias de nacimiento, tal como la pertenencia a una raza, a un sexo, a una especie, pero ya no aparecen como esenciales (constitutivas de lo que somos esencialmente), ni como normativas (ya no dicen cómo debemos vivir). Las maneras habituales (las costumbres, los hábitos, la tradición) ya no aparecen como reveladoras de lo que somos, sino que aparecen como diversas maneras circunstanciales de existir y de coexistir, como diversas maneras particulares que dejan entrever un origen humano. La humanidad que existe en cada uno comienza a hacerse sentir como más fundamental que cualquier cualidad particular, como constitutiva de lo que somos esencialmente. Ya ninguna pertenencia aparece como esencial, como no sea la pertenencia a la humanidad, y sin embargo la humanidad universal que es experimentada como esencial no es sentida como natural. No se impone como si le estuviera dada a cada uno como una naturaleza: lo que cada uno es y debe ser esencialmente en tanto ser humano no se cumple ni se muestra a través de las maneras naturales de vivir. La humanidad que se encuentra en cada uno se desnaturaliza y, por eso mismo, se oculta. A partir del momento en que la humanidad es sentida como más original que cualquier pertenencia particular, como la fuente de las maneras humanas de vivir, comienza a imponerse la idea de una autonomía del hombre como tal y, por eso mismo, comienza a hacerse sentir imperativamente la obligación de tratar al otro como ser humano, es decir, como a un ser autónomo. Mientras que las maneras habituales aparecen como simples costumbres, como surgidas de una tradición entre otras, la obligación de tratar a todo ser humano como a un ser humano, “nunca como a un simple medio, sino siempre como a un fin”, según la expresión de Kant, por más inasible que sea, por más desprovistos que nos deje cuando debamos actuar concretamente, viene a imponerse inmediatamente (previo a todo cálculo, a todo razonamiento) como un principio que trasciende todos los usos, todas las convenciones, todas las leyes positivas. No surge de una costumbre o de una tradición, no proviene de una convención o de una ley positiva, proviene de más arriba que cualquier decisión humana, trasciende toda voluntad individual o colectiva y, sin embargo, se aparta de toda revelación religiosa. La moral como moral pura surge en la medida en que se corta de todo fundamento religioso y, simultáneamente, trasciende las costumbres, los hábitos, las convenciones, las decisiones de los individuos o de las colectividades. La experiencia de una escisión entre el mundo y el más allá, correlativa de la experiencia de una escisión entre lo natural y lo normativo, implica la experiencia de una escisión, en el seno mismo de lo normativo, entre, por una parte, las normas contingentes, modeladas por las costumbres, los hábitos, las convenciones, las leyes positivas y, por otra, la Ley como imperativo que precede a cualquier consideración utilitaria, calculadora, que no se deduce de algún razonamiento teórico, que surge de la pura moral, que viene de una humanidad que trasciende a cada hombre, la obligación de respetar lo humano como un fin. La experiencia de la humanidad del hombre, que se instaura cuando los hombres comienzan a sentirse y a quererse iguales y autónomos, es una experiencia no religiosa del más allá: es la recepción de un imperativo que no emana de una tradición, ni de una convención ni de una decisión, ni de un poder.
Decir que la ley moral como tal (la ley moral independiente de cualquier fuente religiosa y separada de las normas contingentes) se impone imperativamente (previo a cualquier cálculo, a cualquier razonamiento, a cualquier reflexión), significa que la acción moral emancipada de cualquier sumisión religiosa o comunitaria supone una sensibilidad ética a la dignidad de lo humano que existe en cada uno de nosotros. La reflexión moral (cómo actuar en tales o cuales circunstancias, en tal o cual situación determinada) supone el sentimiento moral, la convicción inmediata (no reflexiva) de que no sería lo que soy, lo que debo ser, si me dejara guiar por la búsqueda exclusiva de mis propios placeres. En un mundo dominado por el principio de una fuente divina de la Ley, de un fundamento religioso de las autoridades
legítimas, la reflexión moral supone, por cierto, una sensibilidad ética. Cada uno está animado por la convicción de que no sería él mismo si no fuera fiel a las pertenencias que juzga como esenciales. Pero la sensibilidad ética instituida en régimen aristocrático no es en absoluto una sensibilidad ética con respecto a lo humano como tal. Cuando la idea de autonomía humana se hace sentir, la reflexión moral se arraiga en la sensibilidad a la humanidad que existe en cada uno en tanto ser autónomo, o en la sensibilidad a la dignidad humana ante la cual y por la cual el yo (el yo en tanto yo singular) se sabe inmediatamente responsable. La democratización de las costumbres se encuentra en el origen de una nueva sensibilidad ética, como lo demuestra el nacimiento moderno del sentimiento de piedad ante el ser humano como tal: cuando las costumbres se democratizan, no es sólo la visión de los sufrimientos de ciertos hombres lo que se siente insoportable, sino la visión del sufrimiento de no importa quién, así fuera un extraño, un condenado, un enemigo.
A partir de que las pertenencias consideradas como naturales se traducen a través de las maneras cotidianas, tienden a absorber la propia subjetividad. Por el contrario, los hombres que se consideran iguales, que se sienten y se quieren autónomos e independientes, no experimentan la sensación de ser absorbidos en las pertenencias que los identifican: cada cual se siente irreductiblemente más acá de lo que es. En suma, cada cual se siente -y al mismo tiempo se convierte en- sujeto. Cada cual hace la experiencia de si como sujeto en la medida en que cada uno adquiere la sensación de sí mismo pensando, juzgando, actuando y sintiendo por sí mismo, y no solamente en función de tal o cual pertenencia particular, o según tal o cual inclinación.
Ahora bien, no se habría podido experimentar la desnaturalización de las jerarquías, la desacralización de las autoridades, el aflojamiento de los lazos comunitarios sin la instauración de una experiencia del otro como semejante. Fue preciso, por cierto, que los hombres se trataran como iguales, se consideraran como seres autónomos e independientes los unos de los otros para que pudieran reconocerse los unos a los otros, se descubrieran como semejantes los unos de los otros en tanto hombres. Pero el cuestionamiento de las jerarquías como jerarquías naturales, de la autoridad como argumento último, de las comunidades como englobadoras, ese cuestionamiento no habría podido difundirse a las costumbres, incitar a los hombres a volverse iguales, autónomos e independientes, si cada cual ya no hubiera experimentado tácitamente al otro como semejante en tanto hombre. ¿En qué sentido la experiencia del otro es la experiencia de una similitud?
Los hombres se perciben unos a otros como semejantes cuando se consideran en tanto hombres. Se reconocen los unos en los otros en tanto hombres cuando hacen abstracción de cualquier pertenencia particular. No se reconoce al otro como ejemplar de un modelo ni al miembro de una especie ni al elemento de un género. No le reconoce ninguna pertenencia, y precisamente por esto es universal.
Es aún más universal que cualquier característica empírica. Es más universal que el concepto biológico de hombre. Existir humanamente no es una manera particular de ser un animal, sino más bien una manera de romper con la propia animalidad, la humanidad del hombre no remite a una manera particular de ser un animal, ni a una manera particular de ser un ser vivo, sino más bien a una manera de existir que no se deja absorber por ninguna condición biológica. Existir humanamente no es una manera particular de ser un animal, ni una manera particular de ser un ser vivo, ni una manera particular de ser. En ese sentido, la humanidad del hombre es un universal último. La percepción de lo humano es la percepción sensible de un universal último.
La percepción del otro como semejante no es, para hablar con propiedad, un reconocimiento, no percibe al otro “en tanto que” esto o aquello, entonces la percepción es la recepción de una radical alteridad [alter = otro]. La percepción habitual de las cosas empíricas ignora la alteridad radical en la misma medida en que es siempre una clasificación, un ordenamiento, un reconocimiento: no puedo reconocer algo sin que previamente ya revista un significado; por cierto, puedo percibir una flor que no conozco, que nunca había visto, cuyo nombre ignoro, pero a partir de que veo en ella una flor, la misma es reconocida en tanto flor. Por el contrario, el otro percibido en su humanidad no se deja subsumir bajo un concepto determinado: no es reconocido. Se muestra como radicalmente otro pues aparece como humano en la medida en que no es reconocido, es decir, en la medida en que no se presenta como ya englobado, identificado, particularizado, clasificado, en suma, en la medida en que todas sus pertenencias han sido dejadas de lado. En la experiencia del otro como semejante, el otro no es otro que yo, en el sentido en que el perro es otro que el gato en el género de los mamíferos, o no es otro en el seno de lo mismo. La experiencia del semejante que se instaura cuando los hombres se tratan como iguales es la experiencia de una alteridad que es radical en la medida en que, al igual que la experiencia de lo bello, no es “lógica”, no pertenece al orden del conocimiento.
Ahora bien, lejos de hacer desaparecer al otro en el vacío de una abstracción, el dejar de lado toda particularidad, la puesta entre paréntesis de cualquier identidad de pertenencia, la suspensión de cualquier concepto determinado, es una percepción que no es una generalización, una clasificación, un englobamiento y, por eso mismo, una percepción atenta a la singularización del otro. La percepción del otro en su humanidad, es una aprehensión sensible de un universal último y, sin embargo, está captada por lo singular. No visualiza al otro “en tanto que” esto o aquello, pues no aprehende lo que es (una tal aprehensión sería de entrada una generalización que ocultaría su singularidad), sino que se deja impresionar por quién es. La percepción del otro en su singularidad es la aprehensión de un semejante (el otro es percibido en su humanidad) y el recibimiento del otro como radicalmente otro (diferente a cualquier objeto conocido). Los individuos
se descubren semejantes los unos a los otros (experimentan su radical alteridad) en la misma medida en que se relacionan unos con otros singularizándose.
La experiencia del otro en su singularización, permanece oculta en el seno de las sociedades premodernas en la medida en que sus miembros se perciben “en tanto que” esto o aquello.
Solamente en el seno de las sociedades basadas en el principio de igualdad de los hombres, los individuos pueden ser explícitamente llamados a emanciparse de las autoridades establecidas. Solamente en el seno de las sociedades basadas en el principio de autonomía los individuos pueden entender la Ley moral no como un mandamiento positivo que dicta las conductas, sino como una exigencia puramente formal, como una obligación de actuar libremente. Solamente en el seno de las sociedades basadas en el principio de independencia individual los individuos pueden ser incitados abiertamente a decidir acerca de su propia vida, a tomar iniciativas, en suma, a singularizarse mediante la acción y la palabra.
Sin embargo, los principios de igualdad, de autonomía y de independencia individual también pueden estar en el basamento de una profunda des-singularización de los individuos.
El principio de autonomía enuncia la exigencia formal de pensar y actuar libremente, pensar y actuar por sí mismo. Esta exigencia de autonomía pone en evidencia la experiencia de una escisión del yo: entre un yo empírico inclinado a dejarse guiar, a actuar sin ser el dueño de sus pensamientos ni de sus acciones; y otro yo, un yo como sujeto libre y singular. Tal como lo destacó Kant, el principio de autonomía expresa una exigencia de libertad que no puede hacerse entender por el yo empírico sino como un “debes” que viene desde más arriba que él. Y la exigencia de pensar y actuar libremente es estrictamente formal: no ordena nada que no sea encontrar o inventar un camino, una manera que permita al yo no empírico poder reconocerse como libre, como yo singular, en su pensamiento o en su acción. Ahora bien, los individuos desde que reniegan de su autonomía en nombre de sus arbitrarias inclinaciones, los individuos renuncian a la facultad de pensar y actuar por sí mismos. Cuando la autonomía del hombre se confunde con lo arbitrario del individuo o lo arbitrario de las comunidades, entonces ya no se hace lugar a la singularización, a lo humano, a la autonomía.
¿Cómo los individuos singulares aparecen cuando su des-particularización los singulariza y, por eso mismo, los abre a su humanidad universal?
Tal vez el examen de obras que, a comienzos de la época moderna, tratan de traducir una experiencia nueva del mundo y de nuestra humanidad pueda apuntalar la idea de que lo humano puede revelarse en la singularización.
B LA REPRESENTACIÓN DEL INDIVIDUO EN LA PINTURA
La transformación en la manera de pintar, que permite introducir al individuo en la imagen, se opera ante todo en la miniatura. Esta, destinada al uso privado de quien la encargaba, goza de una mayor libertad en relación con las reglas tradicionales que regían la pintura destinada a los lugares públicos, iglesias o palacios. Entre los grandes mecenas de fines del siglo XIV y comienzos del XV, se destacan dos personajes vinculados con la corte de Francia: Jean, duque de Berry y su sobrino, Philippe, duque de Borgoña. Los pintores ilustran para ellos algunos manuscritos en los que se despliega la nueva manera de representar el mundo (Les tres riches heures du duc de Berry [Las muy ricas horas del duque de Berry] es el más famoso de ellos). El primer gran cambio consiste en que la imagen muestra lo que se ve. Si el calendario de las Muy ricas horas representa, en febrero, a los campesinos calentándose al fuego y a la casa cubierta de nieve, no se debe a que los campesinos o la nieve tengan un significado teológico preciso. Se debe a que las cosas ocurren de ese modo en el país, en ese momento del año. Si en la miniatura correspondiente a octubre se ven urracas y cuervos picoteando los granos, o a algunos caminantes charlando frente al palacio, esto no se incluye como demostración doctrinal: esos temas están porque de esa manera se vive en ese lugar, en ese momento.
Pues bien, dado que sólo los individuos se ofrecen a los sentidos, mostrar lo visible es también mostrar lo individual. La percepción humana, a su vez, se sitúa en el tiempo. Los miniaturistas de la época descubren las huellas e del tiempo: el ciclo anual, en el calendario, y también el ciclo diario. En esas imágenes se comienza a representar no ya los objetos en sí mismos, sino esos objetos iluminados por una cierta luz, variable según las horas del día. Por primera vez en la historia de la pintura europea, se mostrará, pues, la nieve (ciclo anual) o la sombra proyectada por los objetos o las personas (ciclo diario). A esto se agrega el ciclo de la vida: mientras que una visión intemporal muestra los personajes en, una edad ideal, la juventud o la madurez, ahora se ven las huellas del paso del tiempo, las arrugas, los rostros demacrados. Ciertos gestos, más que otros, indican su necesaria inscripción en un desarrollo temporal, tanto en el movimiento como en la quietud. Ahora bien, las personas en movimiento hacen un ingreso masivo en las imagenes de la época. Los pies se alzan del suelo:permanecen así un instante antes de posarse de nuevo, y ese instante es lo que queda representado. Una ilustración muestra lo que probablemente sea la primera sonrisa de la pintura europea: la sonrisa, otro estado transitorio que no dura más que un instante.
Los personajes clave del imaginario cristiano, Jesús, María y los santos, pueden ser representados como la encarnación de una esencia o bien como individuos particulares: éste es el camino que seguirán los miniaturistas del siglo XIV. Más que a Jesús reinando en el cielo por toda la eternidad, se dedican a los momentos más humanos de su existencia: su nacimiento, su primera infancia. Se nos mostrará a José mientras le calienta la sopa o le corta la ropa. O su pasión, cuando sufre como un hombre antes de triunfar como Dios. El nacimiento de sus allegados, María o San Juan Bautista, da lugar a verdaderas escenas de género: se ven, por ejemplo, a las prudentes mujeres probando el agua del baño para asegurarse que la temperatura sea la adecuada. José, santo particularmente cercano a los hombres comunes, será abundantemente representado.
Algunos pintores flamencos, en particular Robert Campin y Jan Van Eyck, transpondrán los descubrimientos de los miniaturistas al campo de la pintura y al mismo tiempo los sistematizarán. Una Navidad de Campin muestra un paisaje específico, característico -es preciso señalarlo-, más de Flandes que de Belén, pero ¿acaso la devoción moderna no ha establecido que Jesús y María viven en el mismo mundo que los campesinos flamencos del siglo XV? El mismo cuadro también muestra la vaca y el asno, que se parecen a una vaca y a un asno tal como se los puede ver en un prado o en el establo que queda detrás de la casa. Los comederos de los establos, precisamente, están en ruinas, como a menudo lo están en el mundo real. José y los pastores se parecen a los habitantes de la región. En otros cuadros, la Virgen es representada, a su vez, como joven flamenca en su habitación, José como carpintero que trabaja en su taller.
Campin es, asimismo, uno de los primeros pintores que produce retratos individuales de personajes que no ocupan un primer rango social, aquel donde la unicidad de la persona queda asegurada por la distinción otorgada a su estatuto. Robert de Masmines, un caballero de la corte del rey Felipe, es mostrado sin ninguna idealización: no es el tipo de noble caballero lo que se pinta: es un individuo particular, de rasgos comunes y vulgares. Los retratos de un gentil hombre y de una dama dan testimonio de la misma preocupación por los detalles individuales; el hecho de que no conozcamos el nombre de los modelos demuestra que el retrato ya no se halla reservado solamente para las personas ilustres.
Aproximadamente en la misma época, Jan Van Eyck pinta, a su vez, retratos individuales: de su mujer, de algunos nobles, de un comerciante italiano instalado en Brujas, quizá también un autorretrato. Sus representaciones de Adán y Eva nos los muestran como seres humanos comunes, cercanos a nosotros, con los rasgos trabajados por el tiempo. La atención por los detalles particulares es llevada en este caso al extremo: Van Eyck pinta hasta el menor pelo del perrito, hasta el más ínfimo reflejo sobre una fruta.
Junto a individuos devenidos en objeto legítimo de representación se levanta ahora un individuo-tema: el pintor. Desde el siglo xiv, los artistas que pintaban miniaturas indicaban su nombre en una página cercana. Desde comienzos del siglo xv comienzan a dominar la representación en perspectiva, la que sugiere que el pintor -y, en consecuencia, el espectador- se mantiene en un punto preciso del espacio, que dispone de una visión solamente parcial, incluso deformante del mundo. Ciertos artistas se representan a sí mismos esquemáticamente en los márgenes del libro.
Esa intervención del individuo-pintor se fortalecerá significativamente en la obra de Van Eyck. Este firma sus cuadros, a veces agrega su divisa en el cuadro o tambien se representa a sí mismo reflejado en una superficie, o en un espejo, en el interior del cuadro. No sólo sus composiciones parecen organizadas a partir de un cierto punto de vista, sino que además Van Eyck no hace coincidir el espacio representado y el espacio del cuadro, de manera que una ventaña, o un recipiente, o un mueble, podrán ser cortados por el encuadre: el mundo objetivo y su visión subjetiva no se confunden y esa falta de coincidencia expresa como resultado la singularidad del pintor y de su obra, su inscripción en un tiempo y en un espacio únicos.
Finalmente, los miniaturistas y pintores del siglo xv, que dominan bien las lecciones técnicas de sus predecesores, aprecian asimismo la innovación. Los mecenas buscan conseguir los servicios exclusivos de tal o cual pintor, cuya gloria atraviesa las fronteras con rapidez. Las invenciones de los pioneros son rápidamente imitadas, los discípulos procuran distinguirse mediante proezas técnicas, ya que no se satisfacen con el solo sometimiento a la tradición.
A partir de mediados del siglo xv, el movimiento es general e irreversible: el mundo individual, y los individuos humanos en particular, se introducen masivamente en la representación pictórica. No la abandonarán hasta poco antes de fines del siglo xix.
Este rápido recorrido por la pintura incita a volver sobre varias cuestiones que conciernen a la evolución del pensamiento filosófico así como a la de la pintura europea.
En primer lugar, se podrá observar que la pintura participa activamente en la historia del pensamiento, que es en sí misma pensamiento, contrariamente a lo que sugiere una atención exclusivamente reservada a la transformación de sus características formales. La pintura piensa sin necesidad de seguir las ideas formuladas en otra parte. Campin y Van Eyck preceden a Erasmo en cien años, a Montaigne en ciento cincuenta. Nicolás de Cusa les es contemporáneo, pero parece haber aprendido de los pintores, antes que éstos de él. La pintura piensa no sólo codificando un significado preestablecido, sino por las propias modalidades de la representación.
Al colocar la representación pictórica en el marco de una historia del pensamiento, se advierte que la gran ruptura -el descubrimiento del individuo- se produce en la primera mitad del siglo xv, en el norte de Europa: en Flandes, Borgoña y Francia. Esa ruptura da sentido a lo que llamamos Renacimiento: éste no consiste sólo en el redescubrimiento del arte antiguo y no se limita a los cambios ocurridos en Italia. El advenimiento del individuo es irreversible, pese a que la historia de dicho advenimiento no prosiga luego de manera lineal y homogénea. Asistimos a una progresiva humanización de lo divino (el autorretrato de Durero en Cristo, de 1500, es uno de los testimonios más elocuentes al respecto), que será seguida, a partir del siglo xvii, por una cierta divinización de lo humano.
Hay que agregar que ese descubrimiento del individuo no significa de ninguna manera el triunfo de un individuo aislado de los demás, reducido a lo arbitrario de una subjetividad. Por el contrario: como también lo sugería Nicolás de Cusa, por diferentes caminos se puede llegar al mismo objetivo, ya que la subjetividad no excluye la comunidad. Esos pintores del Renacimiento no sólo comparten siempre el mismo marco mental y los mismos códigos de interpretación: se sitúan además dentro de la doctrina cristiana y no olvidan el significado convencional de tal o cual objeto o gesto. Pero también se refieren a un mundo común, visible por todos y representado por sus cuadros. El humanismo que aportan esos cuadros no es un individualismo.
Al acordar ese privilegio al individuo y a lo visible, a partir del Renacimiento la pintura suscita un problema cuya formulación clásica se encuentra en Pascal: "Qué vanidad que la pintura atraiga la admiración por la semejanza con las cosas que no son admiradas en sus originales". Si representar el mundo es hacer su elogio. Ese elogio del mundo y de sus encarnaciones individuales, inherente a la pintura representativa, es un pensamiento en acción. La pintura, elogio del individuo, a su manera le dice sí al mundo visible en su totalidad, lo que corresponde a una cierta filosofía, a pesar de que no sea la de Pascal.
jueves, 30 de junio de 2016
Tiempo y espacio
Escuela Regina Pacis, 1° año de Artes Visuales
El presente texto es una adaptación del capítulo 15 del libro de:
HARVEY, David
La condición de la posmodernidad
Investigación sobre los orígenes del cambio cultural Buenos Aires: Amorrortu, 1998 [Oxford, 1990]
15. El tiempo y el espacio en el proyecto de la Ilustración. [pp. 267-287]
En este capítulo trataré de analizar brevemente la larga transición que preparó el camino para la reflexión sobre el espacio y el tiempo de la Ilustración europea.
En el feudalismo europeo, en sus mundos (en plural) relativamente aislados el lugar adquiría un significado legal, político y social definido que ponía de manifiesto una relativa autonomía de las relaciones sociales y de la comunidad dentro de confines territoriales no muy claramente determinados. El espacio circundante se apresaba de manera confusa y además remitía a una cosmología misteriosa poblada por alguna autoridad exterior, ya fueran espíritus celestiales o maravillosos personajes míticos y legendarios. Las cualidades limitadas del lugar respaldaban las rutinas tradicionales de la vida cotidiana. El artista medieval quería dar cuenta de aquello que tenía ante sus ojos mediante una representación casi táctil, desde diferentes ángulos y no desde una única posición privilegiada.
Progresivamente se va dando un cambio en la concepción del espacio y del tiempo sobre todo a causa del progresivo uso de la moneda y del intercambio de bienes, primero entre comunidades, pero luego por medio de un comercio más complejo; esto lleva a una concepción espacio-temporal distinta a la que dominaba durante el período feudal.
En el Renacimiento se produce una reconstrucción radical de las perspectivas del tiempo y el espacio en el mundo Occidental. Desde una mirada etnocéntrica, los viajes de descubrimiento dieron lugar a un asombroso flujo de conocimientos sobre un mundo más vasto que debía ser reconocido y representado. Estos viajes mostraron que el globo era finito y potencialmente cognoscible. En una sociedad cada vez más consciente del lucro, el conocimiento geográfico se convirtió en una valiosa mercancía. La acumulación de riqueza, de poder y capital se vinculó a un conocimiento del espacio y a un control individual sobre este. Cada lugar se volvió significativo en el contexto de ese mundo más vasto a través del comercio y la acción militar. Pero, como esos procesos se fueron dando gradualmente, también los cambios en las concepciones sobre el espacio y el tiempo fueron lentos.
A mediados del XV, en Florencia, Brunelleschi y Alberti concibieron reglas fundamentales de la perspectiva: ellas rompían radicalmente con las prácticas del arte y la arquitectura medievales y dominarían hasta comienzos del XX. Este fue un logro fundamental del Renacimiento que modeló las formas de ver durante cuatro siglos. El punto de vista fijado por los mapas y las pinturas con perspectiva es elevado y distante y cae fuera del alcance plástico o sensorial. Genera un sentido del espacio fríamente geométrico y sistemático que, sin embargo, produce la sensación de ser responder a las leyes de la naturaleza. La concepción de un espacio infinito permitía apresar el globo como una totalidad finita. También el cronómetro (asociado a la idea del tiempo como flecha [devenir lineal]), otorgó al tiempo cualidades infinitas análogas a las que se asignaban al espacio.
La perspectiva concibe el mundo desde el “ojo que ve” del individuo. Otorga importancia a la óptica y a la capacidad del individuo para representar lo que ve como si
fuese “verídico”, comparado con las verdades superpuestas de la mitología o de la religión. La vinculación entre individualismo y perspectivismo es importante, ya que proporciona un fundamento efectivo a los principios de racionalidad cartesianos que fueron integrados al proyecto de la ilustración. Señala una ruptura en la práctica artística y arquitectónica, que desde las tradiciones artesanas y locales se desplazó hacia la actividad intelectual y el “aura” del artista, del científico o del empresario como individuo creador. La formulación de las leyes de la perspectiva también se vincula con las prácticas racionalizadoras que surgen en el comercio, la banca, la industria y la producción agrícola.
La historia de los mapas del Renacimiento, que adquirieron cualidades de objetividad y funcionalidad enteramente nuevas, resulta especialmente reveladora. La objetividad en la representación espacial se hizo importante porque económica y políticamente era necesaria para la navegación, el establecimiento de los derechos de propiedad sobre las tierras (opuesto a los confusos sistemas feudales de derechos y obligaciones), las fronteras políticas, los derechos de tránsito y de transporte. Por supuesto que desde antes existían mapas, pero la importación del mapa ptolemaico [grilla organizada por altitud y longitud] desde Alejandría a Florencia hacia el 1400, parece haber desempeñado un rol crucial en la elaboración y en el uso de la perspectiva en el Renacimiento, otorgó a la geografía los mismos principios estéticos de armonía geométrica que los florentinos buscaban en el arte.
El nexo entre el mapa de Ptolomeo y la perspectiva es el siguiente: Ptolomeo quería representar el globo tal como aparecería al ojo humano que lo miraba desde fuera, para ello diseña una grilla en la que coloca los lugares. Esto implica la posibilidad para ver el globo como una totalidad cognoscible. Así, el espacio puede ser conquistado y contenido por la acción y la ocupación humanas mediante el uso de principios matemáticos.
El perspectivismo tuvo repercusiones en todos los aspectos de la vida social y en todos los campos de la representación, por ejemplo la arquitectura comienza a buscar una construcción concebida sobre un plano unificado trazado a medida. Esto podía extenderse hasta abarcar la planificación y construcción de ciudades enteras según un plano unitario. La arquitectura barroca del XVII hubiera sido impensable antes de la geometría proyectiva, el cálculo, los relojes de precisión y la óptica newtoniana. También es interesante el hecho de que la imagen del mundo como un teatro, tiene su paralelo en el nombre de los mapas: Teatro del imperio de Gran Bretaña; Teatro Française. En esta misma línea encontramos posteriormente la construcción de paisajes según los principios del diseño teatral.
Las experiencias espaciales y temporales son los vehículos fundamentales para la configuración de las relaciones sociales: así, un cambio en la forma de representación espacio-temporal, producirá algún tipo de transformación en las relaciones sociales.
En varios aspectos, la revolución renacentista que se operó en los conceptos de espacio y de tiempo instauró los cimientos conceptuales para el proyecto de la Ilustración, que ve el dominio de la naturaleza como una condición necesaria para la liberación humana. La conquista y el ordenamiento racional del espacio se convirtieron en una parte integrante del proyecto de modernización. La Ilustración plantea que el espacio y el tiempo tenían que organizarse para facilitar la evolución del “Hombre” como individuo libre y activo, dotado de conciencia y voluntad. De acuerdo con esta imagen emergía un nuevo paisaje. Las enmarañadas perspectivas en la arquitectura barroca, debían dar lugar a estructuras racionalizadas. Los pensadores de la Ilustración se propusieron gobernar el futuro a través de la institucionalización de sistemas racionales de regulación y control social. En realidad, ellos se apropiaron de las concepciones del espacio y del tiempo del Renacimiento y las llevaron hasta el límite en el intento de construir una nueva sociedad más democrática y más opulenta.
Los mapas precisos y los cronómetros eran las herramientas esenciales para proyectar el futuro.
Los mapas, despojados de todos los elementos de la fantasía y de la creencia religiosa, así como de toda huella de las experiencias comprometidas en su producción, se habían convertido en sistemas abstractos y estrictamente funcionales para el ordenamiento práctico de los fenómenos en el espacio. Los mapas definían cada vez con más precisión los derechos de propiedad sobre las tierras, las fronteras territoriales, la administración y el control social, las rutas de comunicación, etc.. También permitían que la población de la Tierra, por primera vez en la historia humana, se ubicara dentro de un marco espacial único. La visión totalizante del mapa dio lugar a la construcción de un fuerte sentido de las identidades nacionales, locales y personales en medio de las diferencias geográficas.
El registro del tiempo con el cronómetro tuvo implicaciones igualmente totalizantes para el pensamiento y la acción. La concepción del pasado y del futuro, conectados linealmente por el tictac del reloj, dio lugar a una gran confianza en la posibilidad de controlar el futuro. Tal vez lo más importante de esta concepción del tiempo homogéneo y universal se relacione con las nociones de tasa de ganancia, los tipos de interés, el salario por horas y otras magnitudes fundamentales para la toma de decisiones capitalistas. Todo esto equivale a decir que el pensamiento de la Ilustración operaba dentro de los límites de una visión mecánica del universo, en la cual los absolutos de tiempo y espacio homogéneo formaban los recipientes que limitaban el pensamiento y la acción.
El mapa es un recurso totalizante. La aplicación de principios matemáticos produce un conjunto formal de lugares abstractos y pone en un plano de igualdad a lugares muy distintos. En efecto, el mapa es una homogeneización, una igualación, de la rica diversidad de itinerarios espaciales e historias espaciales. El mapa elimina poco a poco todas las huellas de las prácticas que lo produjeron. Los mapas medievales tenían cualidades táctiles porque preservaban esas huellas, mientras que los mapas matemáticamente rigurosos de la Ilustración tenían cualidades muy diferentes.
Del mismo modo que el mapa reemplaza al espacio deshilachado y discontinuo de los senderos prácticos por el espacio homogéneo y continuo de la geometría; el calendario sustituye el tiempo práctico, con sus distintos ritmos, por un tiempo lineal, homogéneo y continuo. El observador de estos mapas homogéneos tiene el privilegio de la totalización, y puede también comprender la lógica del sistema, que una perspectiva parcial no podría captar. Al tratar como reales ciertas concepciones idealizadas del espacio y del tiempo, los pensadores de la Ilustración encerraron la libre fluidez de las experiencias y de las prácticas humanas en configuraciones abstractas racionalizadas. Es en esto en lo que Foucault detecta el giro represivo de vigilancia y control de la Ilustración con respecto a las prácticas sociales.
Si el perspectivismo, con todo su rigor matemático, construye el mundo desde un punto de vista individual determinado, entonces, el arquitecto, el diseñador, el urbanista, no pudieron preservar el sentido táctil de las representaciones medievales. Las realizaciones, de estos productores de espacio, fueron siempre “arte ajeno” para quienes las habitaban.
La conquista y el control del espacio requieren que éste sea concebido como algo utilizable, maleable y, por tanto, susceptible de ser dominado a través de la acción humana. La perspectiva y el trazado matemático de los mapas lo consiguieron con una concepción abstracta, homogénea y universal del espacio, un marco de pensamiento y acción que
resultaba distinguible y estable. La geometría euclidiana1 proporcionó el lenguaje del discurso. De todas maneras estas experiencias constituían islas de prácticas en un mar de actividades sociales en las que seguían funcionando toda clase de concepciones diferentes sobre el espacio y el lugar: sagradas, profanas, simbólicas, animistas, personales. Pero hizo falta algo más para consolidar en la práctica social real el uso del espacio universal, homogéneo y abstracto, ese “algo más” que pasó a ser dominante, fue la propiedad privada de la tierra y la compra y venta del espacio como mercancía.
Una de las formas en que puede lograrse la homogeneidad del espacio es a través de su fragmentación en parcelas de propiedad privada, que puedan ser compradas y vendidas en el mercado. Hay una permanente tensión entre el libre uso de la tierra para fines sociales y el dominio del espacio por la propiedad privada.
El presente texto es una adaptación del capítulo 15 del libro de:
HARVEY, David
La condición de la posmodernidad
Investigación sobre los orígenes del cambio cultural Buenos Aires: Amorrortu, 1998 [Oxford, 1990]
15. El tiempo y el espacio en el proyecto de la Ilustración. [pp. 267-287]
En este capítulo trataré de analizar brevemente la larga transición que preparó el camino para la reflexión sobre el espacio y el tiempo de la Ilustración europea.
En el feudalismo europeo, en sus mundos (en plural) relativamente aislados el lugar adquiría un significado legal, político y social definido que ponía de manifiesto una relativa autonomía de las relaciones sociales y de la comunidad dentro de confines territoriales no muy claramente determinados. El espacio circundante se apresaba de manera confusa y además remitía a una cosmología misteriosa poblada por alguna autoridad exterior, ya fueran espíritus celestiales o maravillosos personajes míticos y legendarios. Las cualidades limitadas del lugar respaldaban las rutinas tradicionales de la vida cotidiana. El artista medieval quería dar cuenta de aquello que tenía ante sus ojos mediante una representación casi táctil, desde diferentes ángulos y no desde una única posición privilegiada.
Progresivamente se va dando un cambio en la concepción del espacio y del tiempo sobre todo a causa del progresivo uso de la moneda y del intercambio de bienes, primero entre comunidades, pero luego por medio de un comercio más complejo; esto lleva a una concepción espacio-temporal distinta a la que dominaba durante el período feudal.
En el Renacimiento se produce una reconstrucción radical de las perspectivas del tiempo y el espacio en el mundo Occidental. Desde una mirada etnocéntrica, los viajes de descubrimiento dieron lugar a un asombroso flujo de conocimientos sobre un mundo más vasto que debía ser reconocido y representado. Estos viajes mostraron que el globo era finito y potencialmente cognoscible. En una sociedad cada vez más consciente del lucro, el conocimiento geográfico se convirtió en una valiosa mercancía. La acumulación de riqueza, de poder y capital se vinculó a un conocimiento del espacio y a un control individual sobre este. Cada lugar se volvió significativo en el contexto de ese mundo más vasto a través del comercio y la acción militar. Pero, como esos procesos se fueron dando gradualmente, también los cambios en las concepciones sobre el espacio y el tiempo fueron lentos.
A mediados del XV, en Florencia, Brunelleschi y Alberti concibieron reglas fundamentales de la perspectiva: ellas rompían radicalmente con las prácticas del arte y la arquitectura medievales y dominarían hasta comienzos del XX. Este fue un logro fundamental del Renacimiento que modeló las formas de ver durante cuatro siglos. El punto de vista fijado por los mapas y las pinturas con perspectiva es elevado y distante y cae fuera del alcance plástico o sensorial. Genera un sentido del espacio fríamente geométrico y sistemático que, sin embargo, produce la sensación de ser responder a las leyes de la naturaleza. La concepción de un espacio infinito permitía apresar el globo como una totalidad finita. También el cronómetro (asociado a la idea del tiempo como flecha [devenir lineal]), otorgó al tiempo cualidades infinitas análogas a las que se asignaban al espacio.
La perspectiva concibe el mundo desde el “ojo que ve” del individuo. Otorga importancia a la óptica y a la capacidad del individuo para representar lo que ve como si
fuese “verídico”, comparado con las verdades superpuestas de la mitología o de la religión. La vinculación entre individualismo y perspectivismo es importante, ya que proporciona un fundamento efectivo a los principios de racionalidad cartesianos que fueron integrados al proyecto de la ilustración. Señala una ruptura en la práctica artística y arquitectónica, que desde las tradiciones artesanas y locales se desplazó hacia la actividad intelectual y el “aura” del artista, del científico o del empresario como individuo creador. La formulación de las leyes de la perspectiva también se vincula con las prácticas racionalizadoras que surgen en el comercio, la banca, la industria y la producción agrícola.
La historia de los mapas del Renacimiento, que adquirieron cualidades de objetividad y funcionalidad enteramente nuevas, resulta especialmente reveladora. La objetividad en la representación espacial se hizo importante porque económica y políticamente era necesaria para la navegación, el establecimiento de los derechos de propiedad sobre las tierras (opuesto a los confusos sistemas feudales de derechos y obligaciones), las fronteras políticas, los derechos de tránsito y de transporte. Por supuesto que desde antes existían mapas, pero la importación del mapa ptolemaico [grilla organizada por altitud y longitud] desde Alejandría a Florencia hacia el 1400, parece haber desempeñado un rol crucial en la elaboración y en el uso de la perspectiva en el Renacimiento, otorgó a la geografía los mismos principios estéticos de armonía geométrica que los florentinos buscaban en el arte.
El nexo entre el mapa de Ptolomeo y la perspectiva es el siguiente: Ptolomeo quería representar el globo tal como aparecería al ojo humano que lo miraba desde fuera, para ello diseña una grilla en la que coloca los lugares. Esto implica la posibilidad para ver el globo como una totalidad cognoscible. Así, el espacio puede ser conquistado y contenido por la acción y la ocupación humanas mediante el uso de principios matemáticos.
El perspectivismo tuvo repercusiones en todos los aspectos de la vida social y en todos los campos de la representación, por ejemplo la arquitectura comienza a buscar una construcción concebida sobre un plano unificado trazado a medida. Esto podía extenderse hasta abarcar la planificación y construcción de ciudades enteras según un plano unitario. La arquitectura barroca del XVII hubiera sido impensable antes de la geometría proyectiva, el cálculo, los relojes de precisión y la óptica newtoniana. También es interesante el hecho de que la imagen del mundo como un teatro, tiene su paralelo en el nombre de los mapas: Teatro del imperio de Gran Bretaña; Teatro Française. En esta misma línea encontramos posteriormente la construcción de paisajes según los principios del diseño teatral.
Las experiencias espaciales y temporales son los vehículos fundamentales para la configuración de las relaciones sociales: así, un cambio en la forma de representación espacio-temporal, producirá algún tipo de transformación en las relaciones sociales.
En varios aspectos, la revolución renacentista que se operó en los conceptos de espacio y de tiempo instauró los cimientos conceptuales para el proyecto de la Ilustración, que ve el dominio de la naturaleza como una condición necesaria para la liberación humana. La conquista y el ordenamiento racional del espacio se convirtieron en una parte integrante del proyecto de modernización. La Ilustración plantea que el espacio y el tiempo tenían que organizarse para facilitar la evolución del “Hombre” como individuo libre y activo, dotado de conciencia y voluntad. De acuerdo con esta imagen emergía un nuevo paisaje. Las enmarañadas perspectivas en la arquitectura barroca, debían dar lugar a estructuras racionalizadas. Los pensadores de la Ilustración se propusieron gobernar el futuro a través de la institucionalización de sistemas racionales de regulación y control social. En realidad, ellos se apropiaron de las concepciones del espacio y del tiempo del Renacimiento y las llevaron hasta el límite en el intento de construir una nueva sociedad más democrática y más opulenta.
Los mapas precisos y los cronómetros eran las herramientas esenciales para proyectar el futuro.
Los mapas, despojados de todos los elementos de la fantasía y de la creencia religiosa, así como de toda huella de las experiencias comprometidas en su producción, se habían convertido en sistemas abstractos y estrictamente funcionales para el ordenamiento práctico de los fenómenos en el espacio. Los mapas definían cada vez con más precisión los derechos de propiedad sobre las tierras, las fronteras territoriales, la administración y el control social, las rutas de comunicación, etc.. También permitían que la población de la Tierra, por primera vez en la historia humana, se ubicara dentro de un marco espacial único. La visión totalizante del mapa dio lugar a la construcción de un fuerte sentido de las identidades nacionales, locales y personales en medio de las diferencias geográficas.
El registro del tiempo con el cronómetro tuvo implicaciones igualmente totalizantes para el pensamiento y la acción. La concepción del pasado y del futuro, conectados linealmente por el tictac del reloj, dio lugar a una gran confianza en la posibilidad de controlar el futuro. Tal vez lo más importante de esta concepción del tiempo homogéneo y universal se relacione con las nociones de tasa de ganancia, los tipos de interés, el salario por horas y otras magnitudes fundamentales para la toma de decisiones capitalistas. Todo esto equivale a decir que el pensamiento de la Ilustración operaba dentro de los límites de una visión mecánica del universo, en la cual los absolutos de tiempo y espacio homogéneo formaban los recipientes que limitaban el pensamiento y la acción.
El mapa es un recurso totalizante. La aplicación de principios matemáticos produce un conjunto formal de lugares abstractos y pone en un plano de igualdad a lugares muy distintos. En efecto, el mapa es una homogeneización, una igualación, de la rica diversidad de itinerarios espaciales e historias espaciales. El mapa elimina poco a poco todas las huellas de las prácticas que lo produjeron. Los mapas medievales tenían cualidades táctiles porque preservaban esas huellas, mientras que los mapas matemáticamente rigurosos de la Ilustración tenían cualidades muy diferentes.
Del mismo modo que el mapa reemplaza al espacio deshilachado y discontinuo de los senderos prácticos por el espacio homogéneo y continuo de la geometría; el calendario sustituye el tiempo práctico, con sus distintos ritmos, por un tiempo lineal, homogéneo y continuo. El observador de estos mapas homogéneos tiene el privilegio de la totalización, y puede también comprender la lógica del sistema, que una perspectiva parcial no podría captar. Al tratar como reales ciertas concepciones idealizadas del espacio y del tiempo, los pensadores de la Ilustración encerraron la libre fluidez de las experiencias y de las prácticas humanas en configuraciones abstractas racionalizadas. Es en esto en lo que Foucault detecta el giro represivo de vigilancia y control de la Ilustración con respecto a las prácticas sociales.
Si el perspectivismo, con todo su rigor matemático, construye el mundo desde un punto de vista individual determinado, entonces, el arquitecto, el diseñador, el urbanista, no pudieron preservar el sentido táctil de las representaciones medievales. Las realizaciones, de estos productores de espacio, fueron siempre “arte ajeno” para quienes las habitaban.
La conquista y el control del espacio requieren que éste sea concebido como algo utilizable, maleable y, por tanto, susceptible de ser dominado a través de la acción humana. La perspectiva y el trazado matemático de los mapas lo consiguieron con una concepción abstracta, homogénea y universal del espacio, un marco de pensamiento y acción que
resultaba distinguible y estable. La geometría euclidiana1 proporcionó el lenguaje del discurso. De todas maneras estas experiencias constituían islas de prácticas en un mar de actividades sociales en las que seguían funcionando toda clase de concepciones diferentes sobre el espacio y el lugar: sagradas, profanas, simbólicas, animistas, personales. Pero hizo falta algo más para consolidar en la práctica social real el uso del espacio universal, homogéneo y abstracto, ese “algo más” que pasó a ser dominante, fue la propiedad privada de la tierra y la compra y venta del espacio como mercancía.
Una de las formas en que puede lograrse la homogeneidad del espacio es a través de su fragmentación en parcelas de propiedad privada, que puedan ser compradas y vendidas en el mercado. Hay una permanente tensión entre el libre uso de la tierra para fines sociales y el dominio del espacio por la propiedad privada.
miércoles, 29 de junio de 2016
Mapas!
domingo, 5 de junio de 2016
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